viernes, 13 de marzo de 2009

Cotidianeidad pre-onírica


Lo cotidiano es el espacio de la repetición, del ritual insoslayable que sucede una y otra vez sin cambios drásticos casi a la misma hora cada día y cada noche. Representa un campo de certeza, porque simpre sabemos qué es lo que ocurrirá después de cada paso. Por eso nos da seguridad, alivio, confianza. Las acciones no pueden variar, porque si lo hacen dejan de ser cotidianeidad para convertirse en incertidumbre: fuera de lo cotidiano sólo quedan la aventura o el temor.

El prepararme para la hora de dormir es uno de esos rituales: cada noche sucede lo mismo, salvo los casos excpecionales en que se transgrede la regla (como en un día de farra). Yo suelo mirarme al espejo y verificar que existo como recuerdo que soy. Debo recorrer de cerca los recovecos de mi rostro, para asegurarme de que mis facciones son las mismas del día anterior, me cercioro de que mis ojos están dentro de sus cuencas, de que las ojeras que los sombrean naturalmente siguen ahí, y de que si los cierro puedo por un momento guardar esa imagen sin distorsionarla demasiado. Al abrirlos de nuevo, reafirmo esa identidad que había olvidado durante el día.

Luego viene el tomar mi cepillo dental, ese objeto tan propio y tan respetado que nadie más se atrevería a usarlo. Es sólo mío. Lo miro con sus cerdas despeinadas y pienso cada noche que debería reemplazarlo, y aunque es un objeto que casi es deificado, sufre de olvido durante el día entero. Por eso sigo usándolo mientras pienso cómo se ha deteriorado. Le pongo pasta dental oprimiendo el tubo desde abajo para no desperdiciar demasiado y comienzo el cepillado justo como aprendí con aquella canción infantil: "los dientes de arriba se cepillan hacia abajo, los dientes de abajo..." Cada noche los cepillo igual, primero las muelas, y luego los demás dientes que no sé cómo se llaman.

Abro la llave el menor tiempo posible. Lavo mi rostro con agua y jabón, tal vez después de oprimir algún barrito. Me miro de nuevo al espejo, pero ahora con la cara mojada, con el rimel negro manchando mis ojos. Debería usar desmaquillante de ojos como me recomendó aquella doctora, pienso, pero es una de esas cosas de las que me acuerdo tal vez una ocasión al mes. Es algo que por ahora no me importa, o ni se me ocurre.

Me quito la ropa, me pongo la pijama y me meto en las cobijas. Es entonces cuando mi mente se vuelve más activa que durante todo el día. No puedo dormir. El insomnio hace su grandioso acto de aparición obligándome a pensar de más. Ya no quiero pensar, quiero dormir. Sin darme cuenta me duermo, y es entonces cuando puede aparecer mi otro yo en forma de sueño...


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