viernes, 9 de enero de 2009

Agua sabor populismo


Tomé un sorbo de esa deliciosa agua, tan refrescante, tan clara, baja en sodio y purificada bajo los más modernos métodos de captación de la opinión pública mientras pensaba "es tan rica así, en su botellita con etiqueta amarilla con el slogan de Feliz Navidad", y en ese instante traté de calcular cánto habrán costado cientos y cientos de botellitas diarias, que traen la felicidad a tantas personas que, dispuestas a pasar toda una mañana bajo el Sol, salen de patinar en el hielo del congelado Zócalo de la Ciudad de México. Luego recordé lo feliz que había sido durante esa hora en la que me sentí toda una patinadora de velocidad; cómo comencé agarrándome de la bardita de la pista mientras veía como a mi derecha rebotaba un muchachito obeso que se había caído; cómo después de avanzar unos metros con la seguridad que me daba la roja barda, me armé de valor para soltarme y comenzar SIN AYUDA a mover mis pies sobre el hielo para, luego de unos cuántos metros, caer dando unas cuatro vueltas en el sentido contrario de las manecillas del reloj. Pensé que tal vez si hubiera girado en el sentido contrario, habría podido sostenerme, pero como a veces me empeño en ir por la izquierda, no pude equilibrar mi diestro cuerpo torpe.

Afortunadamente un muchachito INJUVE llegó inmediamente a rescatarme, y yo me sentí tan socorrida y protegida que no me importó el dolor en mi gluteo izquierdo, por lo que seguí patinando más rápido esta vez, para demostrarme a mi misma que era capaz de mantener el equilibrio. La vergüenza por la caída no existió, porque con una persona cayéndose cada dos segundos, uno llega a identificarse tanto con sus compañeros de ranazos, que incluso dan ganas de aplaudir y vitorear la más dura de las caídas. Yo por eso celebraba felizmente que alguien riera al caerse, y que se levantara sin ayuda.

Incluso pensé que como los defeños tenemos cada año la pista más grande del mundo en el centro de nuestra Ciudad, no sería raro que en algunos años los mexicanos lográsemos enviar algunos deportistas a las Olimpiadas de Invierno, y en mi emoción hasta me imaginé que llegaríamos a instaurar un nuevo deporte de apreciación, en el que un grupo de jueces especializados calificaran la caída más impactante, el moretón más grande y el estilo al pararse haciendo como que nada pasó.

Estaba muy sorprendida por la organización de todo el personal encargado de cuidar que todo saliera bien, por la calidad de mis patines, y hasta me quise llevar a mi casa de recuerdo los protectores de pies que me dieron para que no se me contagiaran los hongos de quienes habían usado esos patines antes que yo, pero desistí al pensar que lo que me llevaría sería justamente un arsenal de bacterias que le provocarían pie de atleta a toda mi familia. La música además era genial, porque es innegable que el reggaeton y el pop sintetizan bien el espíritu popular de una pista gratuita, en la que todos nos congratulabamos por haber cumplido la odisea de formarnos en cuatro filas diferentes para poder llegar a la meta de la repartición de sentones, resbalones, choques y descontrol total y tan divertido.

Aunque fue sólo una hora la que estuve patinando, la piel de mi cara se bronceó por el calor tan recio que había a las 10 de la mañana, y aún así, yo y muchos de los patinadores llevábamos hasta bufanda para no desentonar con la temporada otoño-invierno que se siente en el ambiente navideño. Si estabamos en una pista de hielo rodeados de muñecos de nieve y rampas congeladas, pues lo obvio y lógico es estar muy bien abrigado, aunque debo confesar que el calor derretia mis congeladas ganas de ver a Santa Claus bajar en un trineo por la rampa de hielo. Seguramente los muñequitos de nieve prediseñados no resistrían este clima, pensé, pero lo importante es mantener la apariencia y sentirnos verdaderamente navideños, sudando como puercos en medio de la nieve artificial.

Afortunadamente el calor se disipó con esa agua gratis, que me hizo recordar que la falacia navideña y decembrina, traía detrás el interés electorero que disingue a nuestra incipiente democracia. Tenía hambre, y después del circo, fui a buscar el pan.

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