viernes, 11 de marzo de 2011

Emo en gerundio

Esta es la historia de una niña coloquial, que cada noche se ponía a escribir con abundancia de gerundios, aunque en realidad ella no sabía que utilizaba aquella espantosa muletilla, como tampoco sabía explicar cada tiempo verbal que incluía en sus escritos. Aún así gozaba con la descripción cotidiana de sus días, algunas veces largos y accidentados, y otras cortos y lineales.

Algunas veces comenzaba escribiendo acerca de su día cuando, repentinamente y sin proponérselo, añadía recuerdos muy lejanos en el tiempo. Otras tantas, se sorprendía a sí misma relatando cosas que no podrían caracterizarse como “acciones”, sino más bien como una especie de pensamientos o ideas, que iban más allá de la descripción somera y lineal de acontecimientos cronológicos, sucedidos en el tiempo y el espacio cercanos.

En ocasiones se le dificultaba mucho encontrar la palabra que pudiera explicar lo que tenía en la mente, y fue entonces que se percató de que las ideas no son palabras. Ya en otras ocasiones había pensado eso, cuando de repente se ponía a pensar en sus pensamientos. Sabemos que la expresión “pensar en sus pensamientos” es un tanto extraña, pero así sucedía. Era como sí la niña coloquial pudiera abstraerse por un momento de lo que pensaba, para pensar más bien en cómo pensaba. Por supuesto que aquella niña coloquial no podía saber que esa actividad era cotidiana entre los epistemólogos y epistemólogas; pero a decir verdad, precisamente por no saberlo, esa cuestión le tenía sin cuidado. Así que para nosotros tampoco debería tener relevancia alguna.

De repente, pensó que no podía poner con palabras las cosas que sentía, y supo que el lenguaje tenía muchos límites. Pero aún así, intentó describir sus sentimientos utilizando una serie de palabras que los seres humanos inventaron para nombrar las pasiones, tales como: “euforia”, “enojo”, “encabronamiento”, “felicidad” o “tristeza”. Sin embargo, estas palabras pronto le parecieron no sólo inexactas, sino sobre todo simplistas. Cuando ella ponía una frase como “hoy me siento triste porque leí en el periódico acerca de la riqueza incuantificable de un señor que, paradójicamente es delgado y obeso al mismo tiempo”, sentía que la palabra “triste” se quedaba corta ante la sensación que la invadía repentinamente. Entonces intentó adjetivizar las palabras, escribiendo cosas tales como “tristeza nauseabunda” o “intranquilidad nostálgica”, pero tampoco se acercaban a las cosas que sentía.

Fue entonces que recordó que desde que era aún más pequeña, la niña coloquial había intentado ocultar ese tipo de sentimientos en lo más profundo de su garganta, empujándolos con fuerza por debajo de su tráquea para que se perdieran en su estómago junto con todos los desechos que su cuerpo tendría que expulsar en algún momento. Quizá por eso cuando intentó que todos esos sentimientos salieran a través de sus escritos nocturnos, éstos ya habían seguido su recurrente camino fuera de su cuerpo, dejándola con la sensación de que no podía nombrar aquello que siempre se había esforzado por ignorar. Le resultó muy comprensible y normal su dificultad para hablar de cosas que no conocía, por lo que un día, al sentir una felicidad bastante intensa, se concentró en pensar cómo hacía para que ese sentimiento no se le escapara por la garganta. Lo hizo de esa forma porque podría darse cuenta de ese proceso sólo a través de ese sentimiento agradable. Estaba esperando sentir tristeza para hacer lo mismo que con la felicidad, esto es, esforzarse por que no se le escapara fácilmente. Pero no la encontraba. Se dio cuenta de que no podía ponerse triste así como así, y más bien tendría que esperar a que ese sentimiento llegara solo.

Supuso que no sería difícil encontrarlo de repente por las calles, porque éstas siempre están repletas de desazón. No se equivocaba y cuando atravesó la puerta de su casa, inmediatamente se le rompió el corazón.

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