domingo, 26 de diciembre de 2010

Las ratas de Skinner

Iba caminando empoderada por el metro, sonando el par de tacones que anunciaban su andar adquisitivo. Pensaba en la estatura que estaba ganando al dominar el puntiagudo estilete que por algún acto de la gravedad y la circulación, llevaba más sangre que de costumbre al dedo pulgar, hinchándolo y ejerciendo presión con la gamuza beige que combinaba perfectamente con un pantalón cuyas líneas alargaban su pantorrilla. Y recordó que el barniz de sus uñas se hallaba descarapelado, lo que le hizo sentir inseguridad de estrechar la mano de alguien que reconociera su descuido.

Sin embargo, las múltiples ocupaciones acumuladas en su agenda no le permitían más que una preocupación nimia y esporádica de tales superficialidades.

Pensaba cosas importantes, como en que la aplicación del conductismo en las cuestiones laborales requería ingenio y una atención particular hacia las relaciones interpersonales, porque los seres humanos, después de todo, podían actuar de acuerdo a reglas tácitas siempre y cuando la inercia del conjunto los llevara por un camino no establecido en los marcos de la legalidad. Y mientras recordaba sus clases de psicología aplicada a los recursos humanos, pensó cuán débiles eran las personas ante la necesidad. Atinó al concluir que la clave estaba justo ahí, en una situación social adversa que no les permitiera a los empleados un margen de acción más allá de un estrecho panorama tendiente a la supervivencia.

Recordó cómo comenzó “desde abajo”, al igual que todos aquéllos a quienes ahora controlaba (disfrutaba pensando en la palabra “controlar”, mientras se tomaba su tiempo para conjugarla  en todos los tiempos y personas existentes), hasta que paulatinamente y casi sin darse cuenta, estaba recibiendo un mejor sueldo por el mismo trabajo. Eran bonificaciones aparentemente inexplicables, que se materializaban a cuenta de las risitas discretas que le regalaba a los malos chistes del jefe. El hecho de haberse visto repentinamente en una situación privilegiada no le resultaba incómodo, e incluso pensaba que merecía esas prebendas por tantos años de estudio. Finalmente para eso había soportado años de desvelos y de lecturas que podrían resumirse en técnicas de elaboración de porcentajes y tests de personalidad.

Y repentinamente la acechó un pensamiento que recurrentemente hacía acto de presencia. Pero la moralina que le incomodaba de vez en cuando se esfumaba ante la venta nocturna que materializaría sus aspiraciones con los aromas y las texturas que siempre había deseado. Y mientras volvía a mirarse la uñas cuyo rojo barniz estaba desapareciendo poco a poco, el interfón anunciaba ruidoso frente a todos sus subalternos, su velada (pero por todos sabida) ocupación en la oficina del jefe. 

La incomodó sólo un segundo el hecho de que su intención de ganarse el poder que aparentemente tenía ante sus empleados, sería imposible mientras rondara en las paredes de la oficina aquél sobrenombre que borraba de golpe cualquier esfuerzo por ser tomada en serio. Pero en la escala de jerarquías estaba encima, y con eso le bastaba para continuar aplicando la misma política laboral de la que se quejaba en la hora de la comida con los mismos empleados a los que ahora ella “controlaba”.

Acomodó su cabello, y entró entonces a la oficina, con el abrigo de piel que compraría esa noche en mente.

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