martes, 5 de abril de 2011

Pedaleo y pedaleo.

Voy disfrutando del asfalto en mi vehículo de dos ruedas, cuidándome de los automovilistas que ven mi bicicleta con desdén. Ellos van por las calles, ávidos de ganarle unos cuantos minutos al imparable reloj, mientras yo voy pensando en otras cosas, sintiendo cómo mi sudor se seca con el viento y mirando cómo pasa un automovilista tras otro con su postura zombie -determinada cinematográficamente en mi mente-. Y me olvido del tiempo.

Va la sangre corriendo hacia mis piernas y de regreso, bombeada por mi corazón agitado. La respiración intensa sintiendo en su máximo esplendor el negro humo que cubre la ciudad, mientras mis pulmones piden más y más oxígeno. No es mi culpa que no pueda dárselo en su estado de pureza, sino aderezado con smog, partículas de polvo y microorganismos que se van a perder en mis entrañas. Aún así, respiro más y más fuerte.

Mientras veo que el semáforo está a punto de ponerse en rojo, yo sé que puedo ganarle, y en lugar de frenar, acelero lo más que puedo para pasar cuando aún está en amarillo. La mayoría de las veces lo logro, y cuando no, sé que los autos se detendrán, porque no les dejo otra opción (es eso, o atropellar a una pobre ciclista, actitud políticamente incorrecta).

Mi intrepidez se justifica como una contribución. Veamos:

Aunque suelo cuidarme de los automovilistas -quizá la plaga más dañina que ha habido sobre la faz de la tierra-, estoy bien consciente de que suelen verme como un obstáculo más en su camino. Su objetivo es bien claro: llegar, y los ciclistas no somos más que objetos móviles que aparecen de repente. Pero ellos no tienen la culpa, son agresivos porque saben, por experiencia, que deben “aventar” el auto, o jamás estarán en su destino. La ciudad los ha condicionado, y su mente suele funcionar como la de los perros de Pavlov: ven la luz verde y una serie de impulsos eléctricos se activan casi de inmediato, para mover los nervios justos que moverán el pie que está tocando el acelerador. De la misma forma pasa con la luz roja, que los lleva, como autómatas, a detenerse.

Los ciclistas nos hemos metido en su horizonte como una molestia, que no estaba dentro de los referentes para los que están preparados y por lo tanto, amenaza con hacerlos perder el monopolio de las calles. Ellos no tienen la menor intención de perder ni un ápice, y están defendiendo su espacio de los intrusos incómodos que vamos por ahí tratando de ganarnos un lugar a la orilla del último carril. Por eso nuestra actividad es riesgosa.

Pero si las y los ciclistas pensamos esta cuestión con atención, estamos actuando en un performance de la resistencia. Tenemos recovecos muy limitados (y la mayoría de las veces urbanísticamente mal planeados) para andar, pero seguimos incomodando a los automovilistas y, en ocasiones, pagando el precio de nuestra heróica acción con un moretón por ahí, con un frenón por allá, con caídas recurrentes o, en el peor de los casos incluso con sangre, el derecho (contribución, diría yo) de andar por la ciudad sin echar humo.

Con seguridad, pero con intrepidez, entonces, voy por la ciudad queriendo ganarme un espacio por donde pueda pasar mi bici, sin morir en el intento.

(Además, vivir la ciudad desde una bicicleta resulta mucho más enriquecedor que dentro de una cápsula infranqueable cuya velocidad no permite observar el entorno).



1 comentario:

Carlos dijo...

Hola:

Mmhhh, de todo habrá en esta jungla, ¿no? Igual existen auténticos mandriles al mando de manubrios que almas de la caridad frente a un volante. Venga Karlis, un poco de menos enojo, aunque las proporciones de lo anterior sean muy reducidas.

Suerte

P.d. Si puedes, chécate un reportaje que trae la Eme-equis de esta semana sobre diseño de bicis, así como un fotoreportaje: "Bicis del mundo uníos".