lunes, 18 de abril de 2011

Beso

En los años veinte, las mujeres solían ver en el cinematógrafo cómo los besos eran el éxtasis carnal de un amor consumado. Una buena película romántica terminaba con un beso artificial, que únicamente sugería lo que podría venir después en la oscuridad de la alcoba. Si bien las lenguas, la saliva y los chasquidos mojados del contacto de cuatro labios no eran mostrados en las incoloras imágenes, el simple roce de dos bocas como centro de un abrazo lánguido y un gesto melancólico, bastaba para estremecer el recoveco cerebral donde estaba guardado y escondido el instinto sexual de aquellas mentes inocentes.

Así, la consabida continuación de un beso apasionado sólo podía imaginarse, mientras en la pantalla aparecía la desagradable frase “The End” que, más que anunciar el fin de la película, recordaba a la audiencia que la colorida pero intrascendente realidad, estaba por iniciar nuevamente.

Únicamente el beso podría simbolizar, sin impudicias, la culminación de la desesperada y accidentada búsqueda del amor. Una historia romántica no podría saberse consumada sino mediante ese contacto primigenio del toque de dos bocas que entrelazaban, con suave humedad, a dos cuerpos ávidos de sentir la intimidad de otro ser. Por eso, el beso era la forma perfecta de dejar bien claro que las traiciones, las dificultades y las angustias acontecidas a lo largo de la película, por fin se habían superado.

Si un hombre y una mujer juntaban sus bocas, su destino quedaba sellado. La hermosa mujer se acomodaba en los brazos del galante caballero, para dejarse guiar suavemente por quien, naturalmente, podría llevarla a perder, por unos segundos, la cordura y el temor. Sus pequeñas mejillas eran acariciadas con pericia por unas experimentadas manos, que tomaban luego el mentón con un poco más de fuerza y lo atraían lentamente mientras sus ojos iban cerrándose poco a poco. El hombre, mientras, agachaba un poco su cabeza hasta alcanzar las carnosas comisuras entreabiertas.

Los inmóviles brazos de ella eran el signo inequívoco de su disposición, porque permencer estática era la única forma de hacerle saber al caballero que podía continuar. Ese código era bien sabido y respetado, porque si ella comenzaba a moverse, significaba que opondría resistencia o, peor aún, que conocía más de la cuenta, dando al traste con la esperada inocencia que era requisito fundamental para un desenlace honroso.

Y mientras la expectante mirada de ella desaparecía ante el cerrar de ojos propio de un verdadero beso de amor, él tocaba su cabello, continuaba tomándole el rostro o, con osadía, acariciaba sus hombros cubiertos con un vaporoso vestido.

Era en ese momento cuando, las más decentes mujeres de la audiencia, se ruborizaban y abrían muy bien los ojos para guardar en su memoria la imagen encantadora como el preludio de un éxtasis insospechado. Así, sabían bien, podrían acostarse esa noche con la certeza de que si cerraban los ojos bajo la suave tela que cubría su cama, recordarían nítidamente el momento en que la mano de él bajaba lentamente por la clavícula de ella, hasta desaparecer del cuadro limitado de la pantalla.

Aunque escenas como esa duraban sólo unos cuantos segundos, para aquellas decentes espectadoras la imagen quedaba muy bien grabada en su mente, y se convertía en un referente primordial cuando llegaba la hora nocturna en que, luego de rezar devotamente, sus manos bajaban acariciando los pezones erectos, hasta que la flor entre sus piernas, rebosaba en una humedad que sólo podía compararse con la sugerida por el beso sin lengua ni saliva de la película vista aquella tarde.

"No hace más de un lustro que nuestras graves señoras murmuraban del cinematógrafo porque allí las actrices se besaban “de veras” con los actores y hasta se les permitían ofrecer gráficamente algunas lecciones de la ciencia del beso (...) Ahora carece de importancia y se encuentra a la misma altura que un tímido apretón de manos”.

“El amor y los besos en el cine”, El Universal Ilustrado, 19 de agosto de 1920.

“De manera desvergonzada y cínica, el cinematógrafo conculca los preceptos más rudimentarios del pudor y la vergüenza (...) fomenta bajas pasiones, cuyo fruto es al fin, el conculcamiento de toda ley, divina y humana, la deificación de la materia y por ende el desquiciamiento de la sociedad.”

“Circular a Sres. Curas, vicarios fijos y capellanes de la capital del D.F.”, 10 de agosto de 1922.

“Las estrellas de cine se besaban durante los años veinte apretando los labios contra los labios, como quien pone en contacto dos objetos. Y para no convertir cada beso en ese solo estrujamiento seco y torpe, los directores de cine tuvieron que inventar una serie de curiosas posturas, de ramificaciones corporales, de inclinaciones y balanceos”.

Paco Ignacio Taibo I, Dolores.

3 comentarios:

Carlos dijo...

¡Qué post tan delicioso!

Karlyle dijo...

Gracias amigo! Te mando un abrazo!

Alandroide dijo...

¡Bravo! Excelente tu capacidad de trasladar al lector en el ambiente de la época.

Esto me hace recordar otra vía para hacer que lxs señorxs recrearan el éxtasis carnal de un amor consumado: la literatura. Hacia 1903 Federico Gamboa ya estaba alborotando a lxs lectorxs con "Santa" (por cierto, llevada al cine 28 años después)
Qué decir de la película "la mancha de sangre" que en 1937 mostraba el extremo contrario de aquellos besos "seco[s] y torpe[s]" y que debido a eso fue sacada de cartelera, quedando en el olvido durante más de medio siglo.

Sé feliz! ;)