martes, 28 de diciembre de 2010

Santa María la Ribera.

Llegué a Santa María la Ribera cuando arrancaba el mes de septiembre. Había visitado el barrio por primera vez apenas unos meses antes, en una tarde lluviosa cuando al salir de la Biblioteca Vasconcelos supe que el famoso kiosco morisco estaba muy cerca. Aquella tarde me impresionó el tamaño y los exquisitos detalles desgastados de ese monumento, y me gustó mucho ver que los jóvenes se habían apropiado de ese espacio para patinar. Esa tarde fría no me imaginaba que en poco tiempo viviría aquí.

Entre los libros que traje a mi nuevo hogar incluí uno de Arturo Azuela: “Alameda de Santa María”; novela que por cierto no releí como planeaba. Pero aún así, con el ibro en las manos, recordaba los “nidos de ratas” que, descritos por el autor, fueron en algún momento motivo de conversación con mis compañeros de la Facultad de Filosofía y Letras. Yo me estaba metiendo en uno, pensaba, y con una sonrisa en el rostro.

El kiosco se convirtió en parte fundamental de mi panorama cotidiano, y se renovó durante mi estancia, porque el monumento está en proceso de restauración. Cambió su estructura, igual que lo hacía yo, mientras veía día tras día a los trabajadores recubrir y colorear cada una de sus partes.

El nuevo proyecto de la Alameda de Santa María excluyó a los jóvenes de la nueva duela de madera del kiosco, que no tolera las ruedas agresivas de patines y patinetas. Se colocó piso nuevo en la plaza, y una mañana mientras yo corría, en sus extremos laterales fueron clavadas las viejas bancas de hierro que se mandaron hacer con motivo del centenario de 1910. Las cosas cambiaron, y me tocó ver apenas un pequeño esbozo de ello.

En varias ocasiones pude ver a las vecinas entusiastas que pretendían devolverle al barrio la vitalidad que, dicen, se había perdido poco a poco. Los nuevos inquilinos como yo, después de todo, somos una manifestación del desgaste de una colonia que materializó en algún momento la afrancesada confianza porfirista en el futuro. Glorias pasadas…

Desde que llegué, la consabida inseguridad que le da al barrio el sobrenombre de “Santa María la Ratera” formó parte de mis prejuicios. Recuerdo bien cómo la primera noche que salí a la esquina, tuve que pedir compañía para caminar 15 segundos en la calle. Poco a poco esa sensación de desamparo se fue perdiendo, y hasta me familiaricé con los indigentes y yonquis que rondan las calles a toda hora. Hoy, a cuatro meses de vivir aquí, salí por primera vez sola de noche, en busca de un café barato, y sin temor alguno caminaba pensando que mi cotidianeidad aquí se acabó. El año bicentenario se me va a ir junto con mi primera experiencia de “independencia”.

Pasó tiempo, no mucho, pero es ya perceptible. Durante mi estancia aquí algo se transformó. Además de los cinco kilos extras que me hacen ver menos raquítica, casi ya no tengo insomnio y he dejado de preocuparme por nimiedades. La rigidez que en algún momento me rigió como tabla de metal golpeándome con sus horarios y rutinas inamovibles, se esfumó, y ahora reina en mí un caos reconfortante. Ahí voy, sobreviviendo y convenciéndome de que el confort no radica en las comodidades, sino en la autosufieciencia.

Voy a empezar de nuevo. A ver qué pasa por la calle…

P1080725

domingo, 26 de diciembre de 2010

Las ratas de Skinner

Iba caminando empoderada por el metro, sonando el par de tacones que anunciaban su andar adquisitivo. Pensaba en la estatura que estaba ganando al dominar el puntiagudo estilete que por algún acto de la gravedad y la circulación, llevaba más sangre que de costumbre al dedo pulgar, hinchándolo y ejerciendo presión con la gamuza beige que combinaba perfectamente con un pantalón cuyas líneas alargaban su pantorrilla. Y recordó que el barniz de sus uñas se hallaba descarapelado, lo que le hizo sentir inseguridad de estrechar la mano de alguien que reconociera su descuido.

Sin embargo, las múltiples ocupaciones acumuladas en su agenda no le permitían más que una preocupación nimia y esporádica de tales superficialidades.

Pensaba cosas importantes, como en que la aplicación del conductismo en las cuestiones laborales requería ingenio y una atención particular hacia las relaciones interpersonales, porque los seres humanos, después de todo, podían actuar de acuerdo a reglas tácitas siempre y cuando la inercia del conjunto los llevara por un camino no establecido en los marcos de la legalidad. Y mientras recordaba sus clases de psicología aplicada a los recursos humanos, pensó cuán débiles eran las personas ante la necesidad. Atinó al concluir que la clave estaba justo ahí, en una situación social adversa que no les permitiera a los empleados un margen de acción más allá de un estrecho panorama tendiente a la supervivencia.

Recordó cómo comenzó “desde abajo”, al igual que todos aquéllos a quienes ahora controlaba (disfrutaba pensando en la palabra “controlar”, mientras se tomaba su tiempo para conjugarla  en todos los tiempos y personas existentes), hasta que paulatinamente y casi sin darse cuenta, estaba recibiendo un mejor sueldo por el mismo trabajo. Eran bonificaciones aparentemente inexplicables, que se materializaban a cuenta de las risitas discretas que le regalaba a los malos chistes del jefe. El hecho de haberse visto repentinamente en una situación privilegiada no le resultaba incómodo, e incluso pensaba que merecía esas prebendas por tantos años de estudio. Finalmente para eso había soportado años de desvelos y de lecturas que podrían resumirse en técnicas de elaboración de porcentajes y tests de personalidad.

Y repentinamente la acechó un pensamiento que recurrentemente hacía acto de presencia. Pero la moralina que le incomodaba de vez en cuando se esfumaba ante la venta nocturna que materializaría sus aspiraciones con los aromas y las texturas que siempre había deseado. Y mientras volvía a mirarse la uñas cuyo rojo barniz estaba desapareciendo poco a poco, el interfón anunciaba ruidoso frente a todos sus subalternos, su velada (pero por todos sabida) ocupación en la oficina del jefe. 

La incomodó sólo un segundo el hecho de que su intención de ganarse el poder que aparentemente tenía ante sus empleados, sería imposible mientras rondara en las paredes de la oficina aquél sobrenombre que borraba de golpe cualquier esfuerzo por ser tomada en serio. Pero en la escala de jerarquías estaba encima, y con eso le bastaba para continuar aplicando la misma política laboral de la que se quejaba en la hora de la comida con los mismos empleados a los que ahora ella “controlaba”.

Acomodó su cabello, y entró entonces a la oficina, con el abrigo de piel que compraría esa noche en mente.