Tomando como impulso la declaración que hizo la directora del Instituto de la Mujer Guanajuatense acerca de los tatuajes y las perforaciones, me decidí por fin a hacerme mi segundo tatuaje. Si bien ya tenía bastante tiempo pensando en “rayarme” de nuevo, la sorpresa que me causaron los prejuicios de una figura pública cuyo cargo, supuestamente, debería estar enfocado a fomentar la equidad de género, me encabronó, y me llevó a decidir de una vez no dejar pasar más tiempo para volver a usar mi cuerpo como lienzo.
Más allá del encabronamiento (que por supuesto me invadió apenas oí la declaración), reflexioné acerca del discurso de la funcionaria, y pensé que va de acuerdo con la supuesta democracia en que –dicen- vivimos, donde lo correcto es aceptar que existen diversas posturas y todas ellas deben tener cabida, porque lo que rifa es la tolerancia y noséquémás. Dentro de esta idea, tendríamos que respetar, aceptar y comprender que una figura pública exprese una opinión –la que sea- acerca de un fenómeno cualquiera, en este caso las modificaciones corporales. Pero el verdadero problema es que la opinión de esa señora fue discriminatoria per se, porque condena una práctica que está dentro de la libertad individual de las personas de hacer con su vida privada y con su cuerpo lo que les venga en gana. Además , por venir de una mujer con un cargo público, su voz suena más que la de cualquier mortal hijodevecino, por lo que tiene un fuerte impacto en la “opinión pública”.
Al parecer las voces de indignación fueron mayores que las de aceptación, porque finalmente suscribir una idea retrógrada a todas luces, es condenado en este mundo donde lo políticamente correcto es respetar. Por eso a la pobre nadie la defendió (ñaca-ñaca).
Aún así, no deja de inquietarme que algunas personas (tomando la declaración de esa señora como la manifestación de una idea que ronda el ambiente), especialmente de las zonas más “mochas” del país, continúen hablando de los fenómenos marginales o atípicos (y eso que los tatuajes en este siglo XXI ya son muy comunes) como una muestra más de la decadencia moral que llevará al mundo a la ruina. Esas ideas catastrofistas y paranoides, se basan en la noción de que las “buenas” costumbres permiten que haya un orden propicio para el desarrollo “sano” de las nuevas generaciones. De ahí que haya un componente religioso muy importante en estas ideas: se supone que Dios ordenó las cosas de una forma, y no somos nadie para andar modificando así como así nuestras conductas, y deberíamos más bien imitar a nuestros padres en su modelo de familia ideal. Se supone que así las cosas podrán marchar bien… dicen.
Pero lo más preocupante, pienso, es que esta mujer dirige una institución cuya finalidad es tratar de aminorar las desiguales condiciones entre los géneros. Con una postura llena de prejuicios hacia quienes portamos tatuajes -especialmente si somos mujeres-, las ideas que se pretenden combatir a partir del concepto de “género” se diluyen, se vuelven difusas. Y es entonces que comprendo de lo que hablaban las compañeras feministas “autónomas” en el Congreso Feminista del año pasado. Decían que en el momento en que el feminismo se vuelve “género” y se ejerce desde instituciones públicas y con dinero del erario, la libertad de luchar contra las desigualdades se complica. Y algo tienen de razón, porque dentro de la política institucional hay que ceder, y ceder implica que posturas contrarias a los ideales feministas, pero cercanas a los poderosos, aparezcan como de avanzada, entrando al jueguito de la democracia en donde todo se vale.
Es innegable que esta señora piensa que le hace un favor a las mujeres y a la juventú, escandalizándose públicamente por que las personas se perforan sus genitales (!!!), o se pintas calaveras y zombies en los brazos. Seguramente al ver a una chica llena de tatuajes, ella se imagina que tiene altas posibilidades de tener sida, que consume drogas, que tiene sexo con muchos hombres, que es bisexual o lesbiana, que no le importa la maternidad, que es egoísta y que además se ve fea. Y ella es libre de pensar como le dé la gana, de seguir las recomendaciones del confesor o de ver telenovelas. Tiene también derecho de leer a Simone de Beauvoir, a Judith Butler, a Francesca Gargallo o a Martha Lamas, porque en este mundo de incertidumbres, de variedad de posturas y de diversidad, cada quien es libre de pensar lo que le dé la gana.
Por eso yo me tatúe un pajaro morado con rojo en el pie. Y mi tatuaje no significa nada, no tiene un contenido mísitico, ni le confiero un poder, porque los significados se agotan en este mundo en que todo cambia. Simplemente me gusta cómo se ve y me recuerda que puedo hacer con mi piel y mi cuerpo lo que yo quiera.