lunes, 1 de febrero de 2010

El Mar

(Estos son pensamientos chairos de un viaje chairo a la playa. No suelo usar la definición “chairo” y hasta me parece desagradable, pero está cagada y, ni pedo, llevo una chairita en mi interior. Quienes le llaman chairos a los “chairos” lo hacen porque es lo único que se les ocurre decir frente a lo que les parece incomprensible. Aunque a mi también me dan risa muchas veces, los veo como un fenómeno curioso de nuestros tiempos, igual que cualquier otra manifestación cultural con o sin nombre).

Es de noche,  estoy sentada frente al mar, y como es ya una costumbre, no tengo sueño. Hace dos días que llegué a Pie de la Cuesta, una playa de Guerrero que carece de grandes hoteles o de “una espectacular vida nocturna”. Quizá por ello este lugar  me resulta tan agradable.

Los días pasan rápido, aunque el tiempo es más lento. Me di cuenta de esto porque aquí las canciones duran más. Es cierto: aunque pasan los mismos minutos que en la ciudad, aquí las canciones se alargan. Tal vez esto sucede porque mi cerebro no lleva prisa alguna, y el mar golpeando furioso contra la arena marca un tiempo indefinido, por irregular. Los relojes enloquecen y la vida se escapa de las manos como la arena.

Es que el mar anda muy bravo en estos días. “Es por el efecto de la Luna”, me dijeron por ahí; quizá por eso el tiempo también se ha modificado hasta llegar a ser inaprehensible. Lástima que no traje un reloj, pero estoy segura de que daría vueltas al revés, o se detendría en algún minuto indefinido para volver a avanzar aún más rápido que el lapso acostumbrado de un segundo.

Recuerdo que un día pretendía contar los segundos de forma autónoma, y no pude hacerlo. Entonces pensé que una de las tantas cosas que mi cerebro no puede entender es el tiempo,  porque a pesar de que me he pasado la vida llena de segundos, que además son todos iguales, no soy capaz de calcular cuanto mide un segundo.

Eso me tranquiliza, porque ya sé que el tiempo nunca lo entenderé. Por eso estando en la playa mirando el mar, dejaré de preocuparme por el tiempo para pensar en otras cosas, disfrutando quizá de que las canciones son más largas aunque el día dure menos…

Como el mar anda muy enojado no puedo nadar en él, pero eso no me importa. Prefiero no probar la sal que además suele irritar mis ojos. Pero mirarlo es cosa distinta, eso sí que lo disfruto.

Quizá porque la inmensidad del mar me recuerda mi insignificancia.

Cuando pienso en ello, no puedo evitar recordar a Freud en El malestar en la cultura, cuando menciona eso que llama “sentimiento oceánico”, que es la sensación de estar sumergido en medio de una presencia totalizante y abarcadora, de la que formamos parte, no únicamente la especie humana, sino todo lo que solemos llamar “naturaleza” (y quizá más allá con eso que llaman “lo divino”, sea lo que sea que eso signifique).

Él se refería a ese sentimiento como la conciencia de que formamos parte de algo más grande e inasequible que fue, es y será aún sin nuestra presencia. Algo que está en nuestro inconsciente, que nos viene de generaciones atrás y que se manifiesta de vez en cuando en forma de símbolos. Por eso el mar es un buen ejemplo para pensar en esto, porque es tan inmenso que nos hace ver nuestra pequeñez.

A mi me hace sentir así, y me gusta sólo un segundo sentirme un punto insignificante que desaparecerá sin dejar huella.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ahh, el tiempo sin medir. Qué bueno que puedas disfrutarlo así. Siendo yo un obsesivo que no puede vivir sin ver la hora en que estoy, me resulta extraño ese sentimiento. Creo que me hace falta escuchar al mar furioso.

Por otra parte, ¿será, como dice Fernando Rivera Calderón, que "desde el palco Dios nos mira como espectador, nada puede hacer para cambiar alrededor"?

Saludos tocaya