Encuentra otra hoja de papel. La coloca ante sí sobre la mesa y escribe estas palabras con su pluma:
Fue. Nunca volverá a ser. Recuérdalo.
No se dirigen a lugar alguno
Encuentra otra hoja de papel. La coloca ante sí sobre la mesa y escribe estas palabras con su pluma:
Fue. Nunca volverá a ser. Recuérdalo.
Ahi estaba yo, en medio de miles de adolescentes eufóricos dispuesta a liberar un montón de energía a gritos y madrazos, escuchando melodías de fácil asimilación con instrumentos de viento, guitarras y cánticos de altos decibeles. Por primera vez en mi vida asistía en un concierto masivo autogestivo, y me sorprendía fácilmente con todo lo que veía a mi alrededor: la estrafalaria vestimenta en un mundo que me parecía mágico y surreal, el olor a marihuana invadiendo el ambiente, el lenguaje soez y la música escandalosa. No podía evitar empaparme de tan cáótico ambiente que vislumbraba divertido y liberador.
Tenía catorce años y portaba oronda una playera blanca con un dibujo de las Chicas Superpoderosas, igualita a la de mi amiga Verónica. Tomadas de la mano a lo largo de todo el concierto andábamos de aquí para allá disfrutando nuestra idea de rebeldía, rodeadas de un entorno que nos invitaba a portarnos mal igual que cuando nos íbamos de pinta y explorábamos la posibilidad de romper todo tipo de reglas con acciones absurdas.
Y así fue la primera vez que me metí a bailar slam, ese baile juvenil que consiste en brincotear sin sentido, dando y recibiendo madrazos. Lo único que se necesita para ser una gran bailarina de slam es intrepidez, y a mis catorce años eso me sobraba, por lo que fui de las mejores. La técnica es simple: estando en medio de un montón de gente donde parece haber poco espacio comienzas a establecer contacto visual con otras personas que parezcan dispuestas a aventarse. Así, se realiza un acuerdo tácito para “abrir cancha” y tomadas de las manos, esas personas empujan a las que están a su alrededor formando un círculo propicio para la bailada. Lo demás es simple, basta con brincar, girar, correr y dar manotazos y una que otra patada.
Pero eso no era todo pues el slam llegó a tornarse insuficiente, así que “volar” era otra actividad recurrente en mi repertorio dancístico adolescente. Para volar basta con ubicar el lugar en el que un masculino fortachón avienta gente. Se suelen abrir espacios para correr, y luego de hacer una pequeña fila se toma vuelo y finalmente se pone el pie en la mano del cabrón que te avienta detrás suyo. En tal caso a menor peso mayor altura, por lo que las mujeres solemos volar más alto. Yo me volví una experta y puedo decir orgullosa que nunca tuve ni un leve rasguño por andarme aventando encima de la gente. Caía acostada encima de cabezas de incautos que no se habían dado cuenta de que llovían personas del cielo, o en el peor de los casos iba directamente al piso, me levantaba inmediatamente y volvía de nuevo a bailar golpeando gente, por supuesto.
Qué buenos tiempos, caray, cuando no me daba la gana vislumbrar las consecuencias de mis actos y era capaz de hacer todo tipo de estupideces. Lástima que tal nivel de inconsciencia no volverá, aunque debo confesar que hace poco tiempo bailé una especie de slam muy tranquilo en un conocido antro de la ciudad, con jóvenes contemporáneos que, al igual que yo, se han vuelto temerosos pero conservan en su memoria los recuerdos de la intrepidez adolescente.
Aprendí a bailar con un hula hula, pues mi horizonte se ha extendido. Me explico.
Hace apenas unos tres años desdeñaba todo aquello que, desde mi limitadísima perspectiva, me parecía irracional. Así, practicar cualquier baile era impensable en mi cuadradísimo esquema pequeño y prejuicioso. Sin embargo, una noche pasó algo mágico: animada por el enervante efecto del alcohol, bailé y bailé hasta sudar.
Recuerdo perfectamente aquél acontecimiento: llevaba una playera de rayas negras y blancas, jeans, zapatitos negros y mi saco verde; así fui a hacer la “visita de las siete casas” por diferentes antros del centro. La última parada: el UTA, antro “darks” de la calle Donceles, donde ponen siempre los mismos hits ochenteros y noventeros, únicos capaces de crear comunidad en el “público juvenil”. Yo, sobra decirlo, ya estaba un tanto bebida –leve, leve-, la música me prendía y todo parecía perfecto. Así que sólo me dediqué a sentir, y me dejé llevar hasta que mi cuerpo se aflojó. Dejé de pensar, y sólo bailé.
De ahí en adelante la bola de prejuicios se me fueron desdibujando y pude sentir mejor, sin pensar tanto, hasta el más mínimo detalle como solía hacer. Bailar se volvió cotidiano en un extremo incluso ridículo: además de bailar en las fiestas y espacios socialmente aceptables, suelo bailar todo el tiempo en soledad incluso complicadas coreografías que me saco de la manga y me imagino que son ballet. Como sea, solía aplicar el azar en el baile, así nomás y moverme sin un orden preestablecido o una cadencia especial. Pero entonces, llegué al baile en pareja con música guapachosa.
Es bien fácil bailar salsas y cumbias siendo mujer, pues es el varón quien lleva totalmente el ritmo. Y yo, por lo tanto, me dejo llevar, aunque tratando de no arruinarlo todo. Aunque no siempre lo logro, disfruto mucho incluso pisar a mi pareja, reír y decir que tengo dos pies izquierdos. La cadencia es necesaria, y quizá si no tuviera el antecedente de estos incipientes intentos cumbiamberos y salseros jamás habría podido bailar con mi hula hula, pues de la misma forma necesito cierto ritmo un poco pensado, no como antes que nada más bailaba abanderado la anarquía.
Me lo pongo en la cintura y el aro es quien me dirige a mi, porque yo simplemente lo jaloneo con mi centro de gravedad. Y así me va llevando, me va llevando, de la misma forma que mi pareja de baile lleva la rienda de los movimientos de mi cuerpo enterito. Por eso soy más suave y más feliz desde que decidí bailar con pareja y con hula hula.
Cada mañana mi perro me despierta con movimientos leves que aumentan hasta que, literalmente, brinca encima de mi. Si no atiendo sus exigencias con premura, su esfínter se apodera de todo su cuerpo y llora, rasca y pide a su manera que ya lo saque, pues como buen ser urbano domesticado salvajemente por la más brutal animalidad humana, aprendió a porrazos [que, aclaro, yo jamás le propiné pues lo adopté así de ‘educado’] que no debe mear ni cagar dentro de la casa. Ese, señores, es mi despertador ecológico, preciso y orgánico.
Esta fue una mañana cualquiera en la cual mi hermoso perro me despertó con sendos chillidos para que lo llevara a dejar su rastro en la banqueta. Y yo, como cada fin de semana, iba arrastrando los pies lagaña en ojo y con una bolsa de plástico en la mano dispuesta a volver cuanto antes a mi cama, cuando justo en la entrada de mi vecindario me encontré con la adorable vecina que estaba literalmente hasta las manitas, para decirlo con claridad. Pretendía hacerme la invisible para cumplir mi objetivo inmediato de regresar a jetear un rato más pero apenas me vio, la vecina, que portaba oronda una camisa morada parecida a un camisón, me comenzó a hablar.
-Hermosa, ¿cómo estás? Quédate un rato, ¿no quieres? – dijo, mientras me ofrecía con gran amabilidad un vaso con refresco y Rancho Viejo, mismo que me habría bebido sin pudor de no ser porque eran las 8 de la mañana y mi cultura etílica por el momento no es tan extensa.
-No, muchas gracias, es que ando todavía medio dormida- dije. Y me presentó a su hijo, un flamante ingeniero cuarentón que sabía recitar poesía.
Sobra decir que en la entrada del vecindario no había música, y que amenizaban su mañanera juerga con más sofisticados mecanismos.
Poesía, sí.
-¡Recítale la del chicle!- dijo uno de los madrugadores presentes.
Y no sin hacerse un poco del rogar, el hijo de la vecina comenzó a recitarme la del chicle, poesía que hizo llorar a su madre, mientras yo discretamente retrocedía un poquito buscando desafanarme de alguna forma de una peda que no era mi peda. Mientras, mi perro olía los árboles cercanos y andaba con la nariz pegada al suelo y yo bostezaba con discreción para no ofender a los presentes.
“La poesía del chicle” [recreación]
Un chicle en el sillón/extrañarás cuando esté ausente/pues tu hijo ya creció/y vuela libre ya sin verte/Tienes lágrimas en los ojos/de haberlo visto salir/y añoras revivir los años/en que estaba junto a ti/No llores madre mía/ya no hay chicle en el sillón/pero tienes la alegría/de los nietos que dios te dio.
La entonación del ingeniero poeta era perfecta, y de no ser por los tambaleos constantes, la escupidera inconsciente y el vaso que derramaba su contenido ante el manoteo, la declamación podría estar en un video de youtube y recibir miles de visitas de personas que gustan de la poesía, buscan una estética peculiar en sus reflexiones y tienen los valores tradicionales y ejemplares dignos de Paco Stanley.
Yo me quedé un rato más y aplaudía contenta ante cada nuevo poema, y aunque me declaro muy poco hábil para conversar con personas ebrias mientras yo no lo estoy, creo que fui una buena escucha aquella vez que la fiesta de mis vecinos extendió sus brazos hasta las horas mañaneras en que mi precioso y cagón perro salió a dejar huella en la calle.