Fue uno de esos momentos que hace algún tiempo perseguía con anhelo, cuando quería volverme onironauta, es decir, dormir y poder controlar mis sueños, alcanzando cierta lucidez estando dormida, sabiendo que estoy soñando y, por lo tanto, con la conciencia de que puedo hacer absolutamente cualquier cosa que me plazca, simplemente porque en los sueños no hay límites. El problema era que aunque sabía que estaba durmiendo, no podía despertar, y estaba en una especie de término medio entre el sueño y la vigilia, porque sabía dónde estaba, pero no podía moverme.
Lo que intenté hacer durante mi pesadilla, fue gritar. Lugar común. Pero no podía. Intentaba articular las palabras y no me salían, me pesaba la quijada, la garganta no me respondía, y debía hacer un esfuerzo sobrehumano para que al final, ningún sonido saliera de mi boca. No sé si logré o no gritar, y finalmente cuando me desperté por completo, ví que el sonido que me asustaba no existía. Todo era silencio, yo estaba plácidamente dormida, pero con mucho frío que no se me quitaba y no me dejaba dormir. Aunque el frío es común en mí, anoche tenía puesta bastante ropa y las mismas cobijas que en otras ocasiones me provocan mucho calor.
Fue raro, y lo único que hice fue enroscarme en mí misma, y tratar de seguir durmiendo. De por sí me había dormido tarde anoche, después de las 12:00, y me desperté de madrugada. Supuse que me levantaría muy tarde, por la desvelada, pero no. Me desperté como siempre, aunque al final no tuve ganas de ir a correr.
“Que se te sube el muerto”, le llaman popularmente a ese fenómeno nourológico en el que se está en un término medio entre el sueño y el despertar. Simplemente eso. Pero qué pinche culero se siente, caray!
Y todo comenzó por mi reciente temor tras haberme caído de la bicicleta. Pero no me caí yo solita, me tiró un taxista lerdo que abrió la puerta de su carro justo cuando yo iba pasando a su lado, cual bólido ultrasónico. Hasta el aire me sacó ese madrazo, pero estoy autoterapeándome usando la técnica conductista más sofisticada: hacerle frente a mi miedo y meterme en mi bici hasta en los pequeños recovecos que quedan entre los autos y la banqueta.