miércoles, 21 de abril de 2010

De rojo

El color rojo atrae la mirada automáticamente. Es quizá el color más vivo del espectro, el que por naturaleza nos llama y por lo tanto, el que representa la tentación y lo prohibido. Es por eso que en la mitología judeocristiana se relacionó al fruto rojo por excelencia como símbolo de la sensualidad, la sabiduría y el pecado. Por eso, anque en la Biblia nunca se menciona a la roja manzana, no podría haber sido otro fruto al que la imaginación humana dotara de esa carga, porque sólo por ella podría borrarse de tal manera la razón e incluso las órdenes divinas, y provocarse el inicio de una era de castigos inclementes.

Y por eso es roja la etiqueta del refresco más dañino y, al mismo tiempo, más placentero para algunos. Rojo es el vestido de la mujer fatal, rojos sus labios y rojas sus uñas. Y son rojas, porque en ese color se juntan los deseos más extremos de los seres humanos. Ahí radica la síntesis más perfecta del deseo de vida y de muerte, del eros y el tanatos, porque roja es la sangre que da vida, y que también, al hacerse visible, nos recuerda que la muerte está cerca.

Roja quedó la ropa del asesino, y rojas fueron las uñas de la mujer que eligió como su presa nocturna.

Y rojo es como colorean al infierno, lugar en el que seguramente se bebe sangrita y se derrama sangre en manos del verdugo, en el que abundan cocacolas y lápices labiales cuya marca hace pruebas con animales que sangran, sangran de dolor. Ahí, también se miran rosas rojas, cuyas espinas hacen sangrar las manos.

Me pinté las uñas de rojo, llevo un día entero viendo ese color en mis manos pensando que se ven muy lindas y que parece que acabo de asesinar a alguien.

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lunes, 19 de abril de 2010

Perfume

Si la vida es una mierda, la fétida existencia no tiene que ser placentera, y la búsqueda de la felicidad es un vano intento por alcanzar un idilio inexistente. Pero el sentido de las cosas, que no es más que una invención arbitraria, se vuelve una necesidad para evitar el olor. Finalmente para eso se inventaron los perfumes.

martes, 6 de abril de 2010

Antiempleo o indigencia exquisita.

Para qué trabajar, si la vida es gratis. Además, viviendo un momento histórico en que se inventan increíbles avances tecnológicos que pretenden hacer el trabajo menos difícil, resulta absurdo trabajar sólo para conseguir esos bienes cuya labor está destinada a que se olvide, aunque sea sólo un momento, la desdicha de trabajar.  Por eso ha crecido desmesuradamente el índice de personas “desempleadas”, que más bien tendrían que ser llamadas de una vez por todas con otro nombre, porque no están carentes de empleo, como dice esa definición, sino más bien están en una etapa de descubrimiento de la verdadera importancia del tiempo libre. Por eso a partir de ahora estas personas deben ser llamadas “antiempleadas”, ya que han logrado ver más allá del corto panorama laboral, para pasar a exhibir su libertad irrefrenable por las calles de esta hermosa ciudad.

Todo comenzó cuando la caridad, Máximo Valor de Nuestros Tiempos, se convirtió en la actitud más reconocida por propios y extraños, gracias a que en las más importantes revistas de moda, y en los portales más visitados de Internet se fomentaron los valores universales de la nueva actitud humana, que ensalzaban a quienes resultaban más sacrificados y bondadosos con el prójimo, a quienes no ostentaban lujos ni riquezas, y a quienes tenían el afán filantrópico de ser recordados en la posteridad por sus buenas obras y amor exacerbado. En poco tiempo las clases sociales más favorecidas, comenzaron a anhelar ser parte de la bondad infinita que recorría el espíritu de la población en general, y dieron ejemplos únicos de su genuino interés por hacer un poco más felices a los demás.

No se vaya a creer que lo que buscaban era fama, y aparecer en las revistas y portales como los más bondadosos. No, nada está más alejado de la realidad. Lo que estos ricachones buscaban era una nueva y renovada forma de vida, en la que los bienes materiales serian vistos sólo como objetos cuyo valor se mide mediante la sonrisa de quien lo recibe por obsequio. Fue así como comenzaron mesuradamente, donando primero cada vez más monedas a los indigentes, a los limpiaparabrisas, a los payasitos de crucero y hasta aumentaron al triple las propinas de meseros, botones y demás trabajadores de servicio.

Algunos ricos ingenuos pensaron equivocadamente que la mejor manera de hacer felices a los demás con sus bienes materiales, era hacerlo de la manera tradicional: mediante obras caritativas bien organizadas y cubiertas por los medios de comunicación, que detalladamente daban santo y seña de cuánto se había donado y a dónde (no sin hacer un recuento de la vida de los donadores, mostrando su excelencia y superioridad hacia la población en general). Pero esta actitud trajo la desaprobación de los sectores más concientes de que la caridad y bondad, si va acompañada de luces y cámaras de televisión, no es más que una búsqueda insaciable de reconocimiento egoísta. Fue así como se acabaron las asociaciones caritativas, y cundieron con prontitud las acciones aisladas y autónomas de dadivocidad infinita.

Como las clases altas siempre han sido un modelo a seguir para la población que aspira a ocupar un lugar más alto en la escala social, los llamados “clasemedieros” quisieron imitar esa conducta, y comenzaron a regalar, aún con mayor soltura y a manos llenas, todas las cosas de valor que tenían. Las abuelitas se desprendieron de los anillos de boda que habian estado en la familia por generaciones; los padres regalaban aparatos electrodomésticos y demás chunches costosas e inútiles; las madres daban sus joyas, ropas y dinero al primero que veían pasar por la calle; mientras que los jóvenes se deshicieron de sus ropas de moda, discos, condones y juegos de video tan rápidamente como pudieron.

Había dejado de ser bien visto el interés por acumular cosas, ya no se sentía esa felicidad efímera al adquirir algún objeto que en poco tiempo sería obsoleto. Al parecer las personas se dieron cuenta de que las cosas materiales no tenían alma, y por eso comenzaron a desprenderse de ellas sin más.

Así, el trabajo comenzó a ser en poco tiempo una actividad inútil, y quienes continuaban teniéndolo como un acto de desarrollo personal y social, vieron que en poco tiempo la actividad primordial de sus vidas perdía sentido. Por eso los trabajadores comenzaron a salir a las calles para recibir una dádiva –que en la mayoría de los casos resultó generosa- que los hiciera pasar un día más sin preocupación alguna.

Ahora, tras algunos años de que acabó el interés por la acumulación, y de escuchar un sinfín de argumentos acerca de la fatalidad de que se perdiese el natural derecho y anhelo del ser humano de poseer, el nivel de antiempleados crece y crece, y las personas exhiben su felicidad al dar y al recibir en actos que se han vuelto cotidianos, y no sorprenden a nadie. Pero aún cunde la sospecha de que los Máximos Valores de Nuestros Tiempos no son más que un distractor que encubre planes indecifrables de motores que buscan alguna finalidad difícil de comprender. Por lo pronto se escuchan funcionar las máquinas de las fábricas abandonadas, y se rumora en algunos lugares que se busca sólo la pauperización total para lanzar un nuevo valor que sea el que le permita a la especie humana encontrar una razón para subsistir.