lunes, 18 de abril de 2011

Beso

En los años veinte, las mujeres solían ver en el cinematógrafo cómo los besos eran el éxtasis carnal de un amor consumado. Una buena película romántica terminaba con un beso artificial, que únicamente sugería lo que podría venir después en la oscuridad de la alcoba. Si bien las lenguas, la saliva y los chasquidos mojados del contacto de cuatro labios no eran mostrados en las incoloras imágenes, el simple roce de dos bocas como centro de un abrazo lánguido y un gesto melancólico, bastaba para estremecer el recoveco cerebral donde estaba guardado y escondido el instinto sexual de aquellas mentes inocentes.

Así, la consabida continuación de un beso apasionado sólo podía imaginarse, mientras en la pantalla aparecía la desagradable frase “The End” que, más que anunciar el fin de la película, recordaba a la audiencia que la colorida pero intrascendente realidad, estaba por iniciar nuevamente.

Únicamente el beso podría simbolizar, sin impudicias, la culminación de la desesperada y accidentada búsqueda del amor. Una historia romántica no podría saberse consumada sino mediante ese contacto primigenio del toque de dos bocas que entrelazaban, con suave humedad, a dos cuerpos ávidos de sentir la intimidad de otro ser. Por eso, el beso era la forma perfecta de dejar bien claro que las traiciones, las dificultades y las angustias acontecidas a lo largo de la película, por fin se habían superado.

Si un hombre y una mujer juntaban sus bocas, su destino quedaba sellado. La hermosa mujer se acomodaba en los brazos del galante caballero, para dejarse guiar suavemente por quien, naturalmente, podría llevarla a perder, por unos segundos, la cordura y el temor. Sus pequeñas mejillas eran acariciadas con pericia por unas experimentadas manos, que tomaban luego el mentón con un poco más de fuerza y lo atraían lentamente mientras sus ojos iban cerrándose poco a poco. El hombre, mientras, agachaba un poco su cabeza hasta alcanzar las carnosas comisuras entreabiertas.

Los inmóviles brazos de ella eran el signo inequívoco de su disposición, porque permencer estática era la única forma de hacerle saber al caballero que podía continuar. Ese código era bien sabido y respetado, porque si ella comenzaba a moverse, significaba que opondría resistencia o, peor aún, que conocía más de la cuenta, dando al traste con la esperada inocencia que era requisito fundamental para un desenlace honroso.

Y mientras la expectante mirada de ella desaparecía ante el cerrar de ojos propio de un verdadero beso de amor, él tocaba su cabello, continuaba tomándole el rostro o, con osadía, acariciaba sus hombros cubiertos con un vaporoso vestido.

Era en ese momento cuando, las más decentes mujeres de la audiencia, se ruborizaban y abrían muy bien los ojos para guardar en su memoria la imagen encantadora como el preludio de un éxtasis insospechado. Así, sabían bien, podrían acostarse esa noche con la certeza de que si cerraban los ojos bajo la suave tela que cubría su cama, recordarían nítidamente el momento en que la mano de él bajaba lentamente por la clavícula de ella, hasta desaparecer del cuadro limitado de la pantalla.

Aunque escenas como esa duraban sólo unos cuantos segundos, para aquellas decentes espectadoras la imagen quedaba muy bien grabada en su mente, y se convertía en un referente primordial cuando llegaba la hora nocturna en que, luego de rezar devotamente, sus manos bajaban acariciando los pezones erectos, hasta que la flor entre sus piernas, rebosaba en una humedad que sólo podía compararse con la sugerida por el beso sin lengua ni saliva de la película vista aquella tarde.

"No hace más de un lustro que nuestras graves señoras murmuraban del cinematógrafo porque allí las actrices se besaban “de veras” con los actores y hasta se les permitían ofrecer gráficamente algunas lecciones de la ciencia del beso (...) Ahora carece de importancia y se encuentra a la misma altura que un tímido apretón de manos”.

“El amor y los besos en el cine”, El Universal Ilustrado, 19 de agosto de 1920.

“De manera desvergonzada y cínica, el cinematógrafo conculca los preceptos más rudimentarios del pudor y la vergüenza (...) fomenta bajas pasiones, cuyo fruto es al fin, el conculcamiento de toda ley, divina y humana, la deificación de la materia y por ende el desquiciamiento de la sociedad.”

“Circular a Sres. Curas, vicarios fijos y capellanes de la capital del D.F.”, 10 de agosto de 1922.

“Las estrellas de cine se besaban durante los años veinte apretando los labios contra los labios, como quien pone en contacto dos objetos. Y para no convertir cada beso en ese solo estrujamiento seco y torpe, los directores de cine tuvieron que inventar una serie de curiosas posturas, de ramificaciones corporales, de inclinaciones y balanceos”.

Paco Ignacio Taibo I, Dolores.

martes, 12 de abril de 2011

Fui al Vive Latino

Luego de tres días consecutivos de fiesta clasemediera en el Vive Latino, vuelvo a la dinámica común. Mientras estaba en el Foro Sol, no podía dejar de pensar en la enorme brecha que hay entre este evento, y los conciertos masivos que frecuenté casi obsesivamente en mi adolescencia.

Sin duda puede rastrearse la influencia de festivales similares de otras partes del mundo, e incluso de aquí mismo, con el hito de Avándaro; pero creo que el Vive Latino podría considerarse un producto mercantilizado de los múltiples conciertos autogestivos que se hicieron desde finales de los noventa, como resultado de un contexto de gran politización juvenil: estaba la presencia totalmente activa y casi incuestionable del EZLN, la moribundez del PRI en el gobierno federal, la Huelga de la UNAM y la aparición de conceptos como “globalización” y su contraparte: la “globalifobia”. Además, en el Distrito Federal la oferta cultural masiva estaba en apogeo. Recuerdo que ir a un “concierto al Zócalo” era muy común.

Por eso los conciertos que me educaron en el arte de la música y el desmadre, estuvieron totalmente llenos de política: todos éramos neozapatistas, globalifóbicos, antipriístas y contestatarios; aunque no tuviéramos ni siquiera edad para ejercer la ciudadanía, o una mínima idea del significado de la palabra globalización. Aún así, ir a conciertos donde se escuchaban goyas que terminaban con “educación pública y gratuita”, o tomar por la fuerza un camión Ruta 100 que llevara a un montón de adolescentes gritando consignas clásicas como “si Zapata viviera” o “educación primero, al hijo del obrero, educación después, al hijo del burgués”, fueron dejando una impronta en cierto sector de la juventud, con una rebeldía que parecía estar dando frutos y tener motivos comúnes por donde marchar.

Disfruté mucho de los tres días del Vive, escuchando música de calidad y bailando desaforadamente. Sin embargo, la idea de que estaba presenciando en su máximo apogeo a la industria que logró capitalizar el discurso rebelde del “rock” hacia cauces inofensivos (y muy, muy lucrativos) de repente me provocaba cierto desencanto. Quizá el momento cumbre de mi desazón fue cuando los “VIP” comenzaron a gritar “jodidos”, dirigiéndose hacia los que estábamos debajo. Sé que eso no era más que una forma de pasar el tiempo, mientras llegaba la otra banda, pero yo no podía dejar de pensar en el significado simbólico de tal escena. Recordé los análisis culturales que hacen los estudiosos de la época novohispana acerca de la posición estratégica de los gremios en las procesiones, o de los lugares que ocupaban los diferentes estratos sociales en los autos de fe inquisitoriales, y no pude dejar de pensar en cómo la zona VIP es una metáfora perfecta de las diferencias sociales tan abismales que tenemos nosotros. Gritar jodidos y aventar objetos hacia “los de abajo”, era una afirmación violenta de su estatus (realmente violenta, porque vi cómo frente a mí una chica comenzaba repentinamente a sangrar de la cabeza por algún proyectil que le cayó encima).

Tema aparte es la publicidad en el evento. Había muchas formas de publicitar productos. La más común y consabida: mujeres. Ahí estaban las chicas Indio vestidas de indias (al estilo Pocahontas, supongo que serían indias de una tribu cool de norteamerica), las chicas Vans platicando con la gente acerca de la comodidad de sus tenis, las chicas Axe vestidas de azafatas siendo irremediablemente atraídas por un olor a Lavanda, o las chicas Marlboro, intentando vender cigarros preguntando a todo el mundo ¿tú fumas? Incluso había chicas Greenpeace y chicas Amnistía. Los culos venden.

Suele suceder que, pensar en esas cosas, me provoca el desencanto hacia el rock como arte. Supongo que es normal, y simplemente se está aprovechando una plataforma para un proyecto de difusión cultural. No lo sé. Supongo que, en ocasiones, debería pensar menos y disfrutar más.

Bandas que vi, en estricto orden cronológico:

Estrambóticos, Los de Abajo, Tokyo Ska Paradise Orchestra, Fobia, Charly García, Jane's Addiction, Sepultura, Nortec, San Pascualito Rey, La Gusana Ciega, Los Pericos, Jarabe de Palo, Los Bunkers, Los Enanitos Verdes, Caifanes, Devotcka, Toño Zúñiga y Alfa & Omega, Fidel Nadal, Telefunka, Omar Rodríguez, La Mala Rodríguez, 2 minutos, Adanowsky, Charly Montana, Babasónicos, The Chemical Brothers.

Y la película mexicana "De veras me atrapaste".

Pd. Las "chichis pa' la banda" me causan sentimientos encontrados. Luego me explayo.

jueves, 7 de abril de 2011

Post catártico de autoconsumo.

Supongo que mirarme en un espejo es la forma más superficial de saber de mí. No escribo “superficial” como si se tratara de una visión sesgada, sino en el sentido literal. Me estoy viendo, examinando mis recovecos y tratando de construir una imagen de lo que creo que soy. Y pienso en eso como una metáfora de las maneras en que puedo intentar conocerme, a través de múltiples espejos que muestran distintas partes de lo que voy siendo.

Me estoy poniendo cursi, y me caga la cursilería (o lo que creo que eso significa).

Ayer venía en bicicleta hacia mi casa. Era noche, y comencé a sentir una especie de euforia que me hizo pedalear más y más rápido como si eso liberara algo que traía atorado en la garganta.
Mis formas de sacar el estrés:

a) morderme los labios hasta que sangran

b) moverme y moverme y moverme

c) leer algo digerible [no burdo]

d) jugar ajedrez con una máquina

e) mirar la pared

Estoy más incoherente que de costumbre.

Así: dando saltos mortales de un estado de ánimo a otro en cuestión de segundos.

Mierda!

Nunca comprendí los posts de introspección catártica, y ahora pienso que son de autoconsumo. Perdone usted, señor(a) lector(a) por hacerlo leer hasta este punto una serie de incoherencias salidas de la retorcida mente de una joven de 25 años que parece de 20, que repentinamente sintió que quería decir algo, pero no sabía cómo hacerlo.

Ni es para tanto.

Es que he estado presionada los últimos días. He dormido muy poco y, cuando logro hacerlo, tengo sueños muy extraños, como que me estoy comiendo una sopa de moscas (las moscas son la única cosa en el mundo que me produce asco), o que me convierto en una torre dentro de un tablero de ajedrez, y hay otra torre a mi lado, del mismo color que yo.

Suena esto ahora: “look into my eyes and see all the lovely things you are to me” [muero, muero]:



Aaaaah si, decía que estoy durmiendo muy mal. De hecho ayer dormí como tres horas, ya casi es la una y yo sin sueño. Sé que si me acuesto en este momento voy a cerrar los ojos y se me van a abrir. Y voy a luchar por mantenerlos cerrados y se me van a abrir de nuevo como persianas descompuestas.

Supongo que debo intentarlo... Aunque despierte y todavía sea de noche.

... aunque me durmiera en mi cama de costumbre, me bastaba con un sueño profundo que aflojara la tensión de mi espíritu para que éste dejara escaparse el plano del lugar en donde yo me había dormido, y al despertarme a medianoche, como no sabía en dónde me econtraba, en el primer momento tampoco sabía quien era; en mí no había otra cosa que el sentimiento de la existencia en su sencillez primitiva, tal como puede vibrar en lo hondo de un animal...”

Marcel Proust

Por el camino de Swann.

martes, 5 de abril de 2011

Pedaleo y pedaleo.

Voy disfrutando del asfalto en mi vehículo de dos ruedas, cuidándome de los automovilistas que ven mi bicicleta con desdén. Ellos van por las calles, ávidos de ganarle unos cuantos minutos al imparable reloj, mientras yo voy pensando en otras cosas, sintiendo cómo mi sudor se seca con el viento y mirando cómo pasa un automovilista tras otro con su postura zombie -determinada cinematográficamente en mi mente-. Y me olvido del tiempo.

Va la sangre corriendo hacia mis piernas y de regreso, bombeada por mi corazón agitado. La respiración intensa sintiendo en su máximo esplendor el negro humo que cubre la ciudad, mientras mis pulmones piden más y más oxígeno. No es mi culpa que no pueda dárselo en su estado de pureza, sino aderezado con smog, partículas de polvo y microorganismos que se van a perder en mis entrañas. Aún así, respiro más y más fuerte.

Mientras veo que el semáforo está a punto de ponerse en rojo, yo sé que puedo ganarle, y en lugar de frenar, acelero lo más que puedo para pasar cuando aún está en amarillo. La mayoría de las veces lo logro, y cuando no, sé que los autos se detendrán, porque no les dejo otra opción (es eso, o atropellar a una pobre ciclista, actitud políticamente incorrecta).

Mi intrepidez se justifica como una contribución. Veamos:

Aunque suelo cuidarme de los automovilistas -quizá la plaga más dañina que ha habido sobre la faz de la tierra-, estoy bien consciente de que suelen verme como un obstáculo más en su camino. Su objetivo es bien claro: llegar, y los ciclistas no somos más que objetos móviles que aparecen de repente. Pero ellos no tienen la culpa, son agresivos porque saben, por experiencia, que deben “aventar” el auto, o jamás estarán en su destino. La ciudad los ha condicionado, y su mente suele funcionar como la de los perros de Pavlov: ven la luz verde y una serie de impulsos eléctricos se activan casi de inmediato, para mover los nervios justos que moverán el pie que está tocando el acelerador. De la misma forma pasa con la luz roja, que los lleva, como autómatas, a detenerse.

Los ciclistas nos hemos metido en su horizonte como una molestia, que no estaba dentro de los referentes para los que están preparados y por lo tanto, amenaza con hacerlos perder el monopolio de las calles. Ellos no tienen la menor intención de perder ni un ápice, y están defendiendo su espacio de los intrusos incómodos que vamos por ahí tratando de ganarnos un lugar a la orilla del último carril. Por eso nuestra actividad es riesgosa.

Pero si las y los ciclistas pensamos esta cuestión con atención, estamos actuando en un performance de la resistencia. Tenemos recovecos muy limitados (y la mayoría de las veces urbanísticamente mal planeados) para andar, pero seguimos incomodando a los automovilistas y, en ocasiones, pagando el precio de nuestra heróica acción con un moretón por ahí, con un frenón por allá, con caídas recurrentes o, en el peor de los casos incluso con sangre, el derecho (contribución, diría yo) de andar por la ciudad sin echar humo.

Con seguridad, pero con intrepidez, entonces, voy por la ciudad queriendo ganarme un espacio por donde pueda pasar mi bici, sin morir en el intento.

(Además, vivir la ciudad desde una bicicleta resulta mucho más enriquecedor que dentro de una cápsula infranqueable cuya velocidad no permite observar el entorno).



jueves, 31 de marzo de 2011

Se va marzo, agárrenlo por favor.

Mierda, se acabó marzo.

Ni cuenta me dí.

Voy a despedir el mes frente a mi escritorio, intentando ponerle punto final al proyecto de tesis que definirá en gran medida los próximos tres años. Como suele suceder, mi futuro próximo da inicio con una decisión estrepitosa.

Probablemente así es como suceden la mayor parte de las decisiones importantes de la vida.

Supongo...

martes, 22 de marzo de 2011

Iba a postear esto en Feisbuc, pero eran muchos caracteres. Para tuiter es impensable, y para blogger son pocos.


Aquí hago lo que me da la gana (bueno, casi, porque lo anterior iba a estar en el título, pero era demasiado y blogger no me lo permitió).

Abundan citas como estas, que por estar cargadas de adjetivos, no las incluí en la tesis (pero confieso que me habría gustado): "...sólo es posible sorprenderse de la falsedad e hipocresía del alto clero católico, que llamó públicamente a la rebelión de los cristeros la guerra santa del pueblo contra Satanás y sus servidores..." O esta, sobre la Iglesia: "La experiencia de muchos siglos al servicio de las clases explotadoras, su habilidad y capacidad de adaptación, le dictaron el único camino posible en el cual se podía conservar a sí misma y sus intereses".

jueves, 17 de marzo de 2011

"La Nana"


Comí en la cama, y dejé todo lleno de moronas. Me gusta pensar que vale pito, porque duermo sola en este cuarto. Ayer, por ejemplo, al parecer no había nadie más en la casa. De hecho es bastante recurrente que yo sea la única aquí, y sí, me la paso en medio de mi propia porquería, con mis hedores, mi mugre, mis cabellos en el piso, mi ropa sucia apestando y mi basura regada. Y me vale. No suelo ser tampoco tan cochina, pero limpio sólo lo absolutamente necesario.

Hace poco estuve pensando en eso, y recordé que cuando vivía con mis papás y comencé a tener tiempo libre, en la época en que me la pasaba “haciendo la tesis”, me dio por limpiar casi obsesivamente. Suponía que por estar en casa debía colaborar con algo, y lavaba los trastes, barría, trapeaba y ese tipo de cosas. Pronto me dí cuenta de que ese es un trabajo que nadie valora, hasta que se dan cuenta de que no está hecho y por lo tanto tienen qué reclamar. De hecho ese trabajo, el doméstico, es el menos visible, porque parece que no existe sino hasta que deja de hacerse. Por eso dedicarse a esa labor es realmente un martirio.

Muchas mujeres que dedican exclusivamente su tiempo a limpiar, son cuasi invisibles. Ya sean mucamas o “amas de casa” (mujeres dedicadas al hogar, suelen autonombrarse), realizan un trabajo extenuante que no deja una remuneración acorde con el nivel de trabajo que realizan, además de que pasan prácticamente desapercibidas por quienes disfrutan de sus “servicios”. Por eso la película que vi hace poco, “La Nana”, me pareció muy buena. Es una exploración de la cotidianidad de una Nana chilena que trabaja de tiempo completo para una familia acomodada.

Ella mantiene un relación con los patrones y sus hijos que, en sentido estricto, es solamente laboral, aunque en realidad es como “parte de la familia”. Ella quiere a los niños porque dedica su vida a cuidarlos como si fueran sus propios hijos. Los niños, además, la estiman porque es quien los ha criado, pero aunque hay una relación sentimental que los tiene unidos a todos, en realidad es una empleada que vive claramente subordinada, y no puede incluirse del todo en la dinámica familiar, lo que se evidencia cada tarde cuando, sentados todos en el comedor, ella come sola en la cocina, apareciéndose únicamente si alguien la llama, y para servir la comida que ella misma preparó.

Se quieren, pero todo ello a través del intercambio de un sueldo. Ella vive con ellos para que le paguen, pero en eso se le está yendo la vida. Tiene un sueldo, sí. Tiene un techo mucho más lujoso de lo que habría podido imaginarse, también. Tiene comida asegurada... pero eso no es un motivo para vivir, porque las desigualdades están presentes todo el tiempo.

La película es muy buena, porque retrata la ausencia de expectativas de una Nana que vive para servir a personas que ella estima, y que la tratan bien, pero jamás podrá ser parte de ellos. Por eso está sumamente insatisfecha consigo misma. No tiene nada más en la vida que una familia que la aprecia pero cuya relación no puede trascender nunca más allá que para la obtención de un salario.

Por eso ella sufre, porque es la invisible, y está sola, en medio de la familia perfecta. Pero sola, al fin y al cabo.

Ampliamente recomendable.

viernes, 11 de marzo de 2011

Emo en gerundio

Esta es la historia de una niña coloquial, que cada noche se ponía a escribir con abundancia de gerundios, aunque en realidad ella no sabía que utilizaba aquella espantosa muletilla, como tampoco sabía explicar cada tiempo verbal que incluía en sus escritos. Aún así gozaba con la descripción cotidiana de sus días, algunas veces largos y accidentados, y otras cortos y lineales.

Algunas veces comenzaba escribiendo acerca de su día cuando, repentinamente y sin proponérselo, añadía recuerdos muy lejanos en el tiempo. Otras tantas, se sorprendía a sí misma relatando cosas que no podrían caracterizarse como “acciones”, sino más bien como una especie de pensamientos o ideas, que iban más allá de la descripción somera y lineal de acontecimientos cronológicos, sucedidos en el tiempo y el espacio cercanos.

En ocasiones se le dificultaba mucho encontrar la palabra que pudiera explicar lo que tenía en la mente, y fue entonces que se percató de que las ideas no son palabras. Ya en otras ocasiones había pensado eso, cuando de repente se ponía a pensar en sus pensamientos. Sabemos que la expresión “pensar en sus pensamientos” es un tanto extraña, pero así sucedía. Era como sí la niña coloquial pudiera abstraerse por un momento de lo que pensaba, para pensar más bien en cómo pensaba. Por supuesto que aquella niña coloquial no podía saber que esa actividad era cotidiana entre los epistemólogos y epistemólogas; pero a decir verdad, precisamente por no saberlo, esa cuestión le tenía sin cuidado. Así que para nosotros tampoco debería tener relevancia alguna.

De repente, pensó que no podía poner con palabras las cosas que sentía, y supo que el lenguaje tenía muchos límites. Pero aún así, intentó describir sus sentimientos utilizando una serie de palabras que los seres humanos inventaron para nombrar las pasiones, tales como: “euforia”, “enojo”, “encabronamiento”, “felicidad” o “tristeza”. Sin embargo, estas palabras pronto le parecieron no sólo inexactas, sino sobre todo simplistas. Cuando ella ponía una frase como “hoy me siento triste porque leí en el periódico acerca de la riqueza incuantificable de un señor que, paradójicamente es delgado y obeso al mismo tiempo”, sentía que la palabra “triste” se quedaba corta ante la sensación que la invadía repentinamente. Entonces intentó adjetivizar las palabras, escribiendo cosas tales como “tristeza nauseabunda” o “intranquilidad nostálgica”, pero tampoco se acercaban a las cosas que sentía.

Fue entonces que recordó que desde que era aún más pequeña, la niña coloquial había intentado ocultar ese tipo de sentimientos en lo más profundo de su garganta, empujándolos con fuerza por debajo de su tráquea para que se perdieran en su estómago junto con todos los desechos que su cuerpo tendría que expulsar en algún momento. Quizá por eso cuando intentó que todos esos sentimientos salieran a través de sus escritos nocturnos, éstos ya habían seguido su recurrente camino fuera de su cuerpo, dejándola con la sensación de que no podía nombrar aquello que siempre se había esforzado por ignorar. Le resultó muy comprensible y normal su dificultad para hablar de cosas que no conocía, por lo que un día, al sentir una felicidad bastante intensa, se concentró en pensar cómo hacía para que ese sentimiento no se le escapara por la garganta. Lo hizo de esa forma porque podría darse cuenta de ese proceso sólo a través de ese sentimiento agradable. Estaba esperando sentir tristeza para hacer lo mismo que con la felicidad, esto es, esforzarse por que no se le escapara fácilmente. Pero no la encontraba. Se dio cuenta de que no podía ponerse triste así como así, y más bien tendría que esperar a que ese sentimiento llegara solo.

Supuso que no sería difícil encontrarlo de repente por las calles, porque éstas siempre están repletas de desazón. No se equivocaba y cuando atravesó la puerta de su casa, inmediatamente se le rompió el corazón.

jueves, 24 de febrero de 2011

Ay nanita!

Tuve una pesadilla. Soñé que iba en bicicleta por Insurgentes, creo, en la glorieta donde da vuelta el metrobús, para ser exacta, y repentinamente las calles se hacían intransitables moviéndose de su lugar cual olas de asfalto. Y yo en mi bici no podía mantener el equilibrio. Después tuve conciencia de que era un sueño, pero no sucedió como en otras ocasiones, en que sé que sueño pero sigo en una trama onírica, incoherente, divertida e hilarante; sino que me sabía acostada aquí, en esta misma cama desde donde ahora mismo estoy escribiendo. Estaba oscuro, yo estaba tapada con mis cobijas, y de mi lado izquierdo, en donde está el borde de la cama que no está pegado a la ventana, escuchaba un ruido ensordecedor y horrible. Podría haber sido el de una máquina ruidosa o el de un objeto siendo aplastado. Y me asustaba, era muy fuerte, y yo sola en mi cuarto, no podía discernir si de verdad estaba dormida o despierta, ni de dónde podía venir ese escándalo. Además ,no me podía mover. Extrañamente me sabía acostada, sabía que era de noche, sabía exactamente en qué lugar de mi cama estaba, pero no podía despertar del todo.

Fue uno de esos momentos que hace algún tiempo perseguía con anhelo, cuando quería volverme onironauta, es decir, dormir y poder controlar mis sueños, alcanzando cierta lucidez estando dormida, sabiendo que estoy soñando y, por lo tanto, con la conciencia de que puedo hacer absolutamente cualquier cosa que me plazca, simplemente porque en los sueños no hay límites. El problema era que aunque sabía que estaba durmiendo, no podía despertar, y estaba en una especie de término medio entre el sueño y la vigilia, porque sabía dónde estaba, pero no podía moverme.

Lo que intenté hacer durante mi pesadilla, fue gritar. Lugar común. Pero no podía. Intentaba articular las palabras y no me salían, me pesaba la quijada, la garganta no me respondía, y debía hacer un esfuerzo sobrehumano para que al final, ningún sonido saliera de mi boca. No sé si logré o no gritar, y finalmente cuando me desperté por completo, ví que el sonido que me asustaba no existía. Todo era silencio, yo estaba plácidamente dormida, pero con mucho frío que no se me quitaba y no me dejaba dormir. Aunque el frío es común en mí, anoche tenía puesta bastante ropa y las mismas cobijas que en otras ocasiones me provocan mucho calor.

Fue raro, y lo único que hice fue enroscarme en mí misma, y tratar de seguir durmiendo. De por sí me había dormido tarde anoche, después de las 12:00, y me desperté de madrugada. Supuse que me levantaría muy tarde, por la desvelada, pero no. Me desperté como siempre, aunque al final no tuve ganas de ir a correr.

“Que se te sube el muerto”, le llaman popularmente a ese fenómeno nourológico en el que se está en un término medio entre el sueño y el despertar. Simplemente eso. Pero qué pinche culero se siente, caray!

Y todo comenzó por mi reciente temor tras haberme caído de la bicicleta. Pero no me caí yo solita, me tiró un taxista lerdo que abrió la puerta de su carro justo cuando yo iba pasando a su lado, cual bólido ultrasónico. Hasta el aire me sacó ese madrazo, pero estoy autoterapeándome usando la técnica conductista más sofisticada: hacerle frente a mi miedo y meterme en mi bici hasta en los pequeños recovecos que quedan entre los autos y la banqueta.

lunes, 7 de febrero de 2011

De variedá

  1. 25 de enero: Iba caminando rumbo al metro Bellas Artes, y decidí entrar al Sanborns en busca de una gelatina, porque últimamente me he vuelto una consumidora compulsiva de ese alimento antivegetariano que me hace romper con una de mis convicciones más rígidas. Me compré una gelatina de yogurth de fresa, que dentro de mi estrecha dieta anticárnica y fanática de los sabores dulces, significa un sacrilegio. Entonces salí muy contenta con mi gelatina en la mano izquierda y una cucharita de plástico en la derecha, y estaba a punto de abrirla para darle la primera probada que me llevaría a la gloria cuando, repentinamente y sin saber de dónde, se me acercó con una actitud imponente y amenazadora un indigente, de esos que suelen rondar por el centro, y estando muy cerca de mi cara me pidió un peso. Sin siquiera hablarle, hice algún gesto negativo que, probablemente, se tradujo en una mueca de desagrado (digna de ser denunciada con el CONAPRED). Aunque mi reacción automática fue la de acelerar el paso ante esa figura grotesca, por amenazante, en un segundo y sin que yo pudiera hacer nada, el indigente descargó su ira contenida en mí, y me golpeó con fuerza, dirigiendo su golpe a mis manos, con las que yo atesoraba mi gelatinita sin probar. Lo único que quedó fue una gelatina deshecha en el piso, y yo todavía con la cucharita de plástico en la mano me fui de ahí rápidamente, ante la mirada sorprendida de quienes presenciaron ese espectáculo, pensando en cómo mi actitud, aunada a la locura de un ser caído en desgracia, fue la que me hizo recibir ese golpe. Pensé en lo irónico del asunto: verme a mí misma salir de un Sanborns (el templo de la riqueza incuantificable y siempre en aumento de uno de los señores más ricos del mundo), con un postre en la mano, y sin hambre, recibiendo un golpe de manos de uno de los seres que ejemplifican con sufrimiento las injusticias surgidas de este sistema económico. Entonces pensé en lo poético del asunto, y me sentí una testiga que logró tocar de frente y sufrir vivamente las consecuencias del capitalismo. Con ironía pienso que eso me hace una víctima más, que no pudo difrutar su azúcar a gusto por culpa de las injusticias sociales.

  2. 1 de febrero: Acabo de escuchar la noticia de que atraparon a un tal Gómez Vázquez, “el gato”, supuestamente uno de esos “cacas grandes” del narco, y no pude evitar pensar indmediatamente en Vázquez Gómez, que era el candidato a la vicepresidencia, junto con Francisco I. Madero en las elecciones de 1910, en las que ambos serían derrotados por Don Porfirio. Inmediatamente me percato de que más allá de la coincidencia en los nombres, una cosa no tiene absolutamente nada que ver con la otra. Y es entonces que pienso en cómo la historia se ha convertido en mi referente primordial, no sólo para explicarme cosas del presente, sino como un cúmulo de alusiones que, como en este caso, están totalmente desfasadas. Pero eso sólo me deja ver que mi cerebro ya está determinado, cual perro pavloviano, a pensar sólo a través del pasado.

    Por ejemplo, ayer, pensando acerca de la enorme cantidad de muertos que van en este sexenio, y de la noticia de que el 25% de las ciudades más violentas del mundo son mexicanas, sólo pensaba en cuántos habrían sido los muertos de la revolución mexicana (dato que desconozco) y que las estimaciones más exageradas dicen que en la llamada “época del terror”, posterior a la muerte de Luis XVI durante la revolución francesa, hablan de unos 40 000 muertos. En México, en lo que va del sexenio ya se contabilizan tantas personas, que podrían llenar el Palacio de los Deportes, además de que el número de desaparecidos es igualmente escandaloso.

    Y esos datos se vuelven tan cotidianos, que la costumbre termina derrotando a la indignación.

  3. Fecha indistinta: El Centro Histórico es una fiesta sin cover. Frecuentando el centro histórico con regularidad, es posible captar el increíble museo viviente (o zoológico humano, da igual) que éste lugar significa. Gracias a que recorro sus calles con la diligencia necesaria para aprehender un poco de su peculiaridad, ya puedo identificar a muchos de los naturalesdestastierras. Por ejemplo, los bailadores que parecen sacados de la película fichera más hilarante, que cada fin de semana se adueñan de la Alameda con la cumbia más popular de fondo. La moda que ostentan hace juego perfecto con los pasitos de un baile ya desaforado, ya peculiarmente rítmico, que manifiesta la existencia de un mundo subterráneo que deja ver que cualquier cánon de comportamiento “socialmente aceptado”, es en realidad un espejismo aburrido e incoloro. Yo suelo pasar los domingos y disfrutar locamente del espectáculo hilarante que me resulta exótico simplemente por lo poco común que es a mi visión cuadrada y típica.




4. Hoy: Me puse a escuchar noticias, y me encontré con la novedad de que cesaron del aire el programa de Carmen Aristegui, lo cual me parece una evidente muestra del temor y ámpula que estaba levantando entre la clase política. Creo que sí estaba volviéndose bastante incómoda. Cómo sea, el debate en torno al papel de los medios de comunicación en este contexto de nuevas formas de transmisión de mensajes, es muy interesante, e incluso creo que lo que estamos presenciando es una especie de “revolución” en la teoría y la praxis política, a partir de la existencia de canales de información más incluyentes.
Y todo por hablar sobre el alcoholismo de Felipe Calderón, que lo acerca todavía más a la figura ilegítima de Victoriano Huerta.

5. Hoy rompí mi espejo.

Huevos!!

jueves, 13 de enero de 2011

Amanezco con la revolución ante mis ojos medio dormidos.

El monumento a la revolución se convirtió en parte fundamental de mi panorama cotidiano; amanezco con su imagen apareciendo imponente ante mis ojos, cuando me dirijo a la estación del metrobús recién re-bautizada como “Plaza de la República” (antes se llamaba, simplemente, Tabacalera). Y me resulta relevante que la Revolución (gran acontecimiento histórico que pasó casi desapercibido a cien años de su –oficial- inicio) conmemorada mediante el armatoste compuesto únicamente por la cúpula de un edificio que se avizoraba como imponente, quedara en medio de una alegoría de la división de poderes. Y no puedo evitar pensar que “Plaza de la República” se debería llamar una que resguarde, quizá, algún monumento a cualquier personaje de nuestro amplísimo panteón de liberales antimonarquistas. Pero no, la revolución quedó ahí en medio, aunque el republicanismo estuvo prácticamente ausente dentro del debate, peticiones o metas que ese movimiento perseguía.

Y pasar cada día cerca de esa gigantesca mole de piedra remodelada me ha hecho pensar cosas acerca de los significados que pueden leerse a través de cualquier monumento, que evoca un pasado que se considera conmemorable, y por lo tanto configura referentes que pretenden dejar una huella en la memoria. La revolución, por lo tanto, a partir de mi cercanía con el monumento que la trae al presente, es una alusión histórica que se ha convertido en parte de mi cotidianidad.

Y voy caminando siguiendo calles que recuerdan a puros liberales decimonónicos, de Guillermo Prieto a Valentín Gómez Farías, sintiéndome más liberal y anticlerical que nunca, para dirigirme a la Avenida de los insurgentes, pensando en las exitosas campañas de Morelos (las de Hidalgo nel, a él más bien lo suelo pensar con la imagen ibergüengoitiana del cura Periñón, jalando un cañón hacia arriba de un cerro), Guadalupe Victoria, Francisco Javier Mina y Vicente Guerrero.

Conforme me voy acercando, va apareciendo poco a poco el monumento: primero la cúpula que se va completando con una base sobria cuyo vacío en su interior me recuerda que la revolución, y el edificio que la conmemora, comparten un cosa: están inclonclusos. A su alrededor, veo los edificios que lo acompañan: bancos, oficinas, un frontón en huelga infinita y a su derecha: un edificio del PRI; y no puedo evitar imaginarme a la revolución siendo custodiada por un burócrata mirando hacia el monumento, a través de la ventana de una oficina del PRI llena de papeles viejos acumulados, que contendrían pendientes que no se realizarían nunca.

Sé que la revolución va a estar ahí cuando llegue por la noche, esperándome con su iluminación tricolor, para colorear con patrioterismo mi panorama nocturno.


martes, 28 de diciembre de 2010

Santa María la Ribera.

Llegué a Santa María la Ribera cuando arrancaba el mes de septiembre. Había visitado el barrio por primera vez apenas unos meses antes, en una tarde lluviosa cuando al salir de la Biblioteca Vasconcelos supe que el famoso kiosco morisco estaba muy cerca. Aquella tarde me impresionó el tamaño y los exquisitos detalles desgastados de ese monumento, y me gustó mucho ver que los jóvenes se habían apropiado de ese espacio para patinar. Esa tarde fría no me imaginaba que en poco tiempo viviría aquí.

Entre los libros que traje a mi nuevo hogar incluí uno de Arturo Azuela: “Alameda de Santa María”; novela que por cierto no releí como planeaba. Pero aún así, con el ibro en las manos, recordaba los “nidos de ratas” que, descritos por el autor, fueron en algún momento motivo de conversación con mis compañeros de la Facultad de Filosofía y Letras. Yo me estaba metiendo en uno, pensaba, y con una sonrisa en el rostro.

El kiosco se convirtió en parte fundamental de mi panorama cotidiano, y se renovó durante mi estancia, porque el monumento está en proceso de restauración. Cambió su estructura, igual que lo hacía yo, mientras veía día tras día a los trabajadores recubrir y colorear cada una de sus partes.

El nuevo proyecto de la Alameda de Santa María excluyó a los jóvenes de la nueva duela de madera del kiosco, que no tolera las ruedas agresivas de patines y patinetas. Se colocó piso nuevo en la plaza, y una mañana mientras yo corría, en sus extremos laterales fueron clavadas las viejas bancas de hierro que se mandaron hacer con motivo del centenario de 1910. Las cosas cambiaron, y me tocó ver apenas un pequeño esbozo de ello.

En varias ocasiones pude ver a las vecinas entusiastas que pretendían devolverle al barrio la vitalidad que, dicen, se había perdido poco a poco. Los nuevos inquilinos como yo, después de todo, somos una manifestación del desgaste de una colonia que materializó en algún momento la afrancesada confianza porfirista en el futuro. Glorias pasadas…

Desde que llegué, la consabida inseguridad que le da al barrio el sobrenombre de “Santa María la Ratera” formó parte de mis prejuicios. Recuerdo bien cómo la primera noche que salí a la esquina, tuve que pedir compañía para caminar 15 segundos en la calle. Poco a poco esa sensación de desamparo se fue perdiendo, y hasta me familiaricé con los indigentes y yonquis que rondan las calles a toda hora. Hoy, a cuatro meses de vivir aquí, salí por primera vez sola de noche, en busca de un café barato, y sin temor alguno caminaba pensando que mi cotidianeidad aquí se acabó. El año bicentenario se me va a ir junto con mi primera experiencia de “independencia”.

Pasó tiempo, no mucho, pero es ya perceptible. Durante mi estancia aquí algo se transformó. Además de los cinco kilos extras que me hacen ver menos raquítica, casi ya no tengo insomnio y he dejado de preocuparme por nimiedades. La rigidez que en algún momento me rigió como tabla de metal golpeándome con sus horarios y rutinas inamovibles, se esfumó, y ahora reina en mí un caos reconfortante. Ahí voy, sobreviviendo y convenciéndome de que el confort no radica en las comodidades, sino en la autosufieciencia.

Voy a empezar de nuevo. A ver qué pasa por la calle…

P1080725