viernes, 25 de junio de 2010

Post tesisaurio.

Viernes y casi acaba un semana más. Casi acaba un mes, en el que por cierto, no he escrito casi nada. Ni aquí, ni en ningún lado. La tesis está presente en mi mente día y noche, lo que me hace recordar una anécdota de mi asesora, en la que contaba que por culpa de una investigación escribió en un documento importante que era el año 1929. A la fecha no he llegado a tal cosa, pero sí he tenido algunos sueños extraños con mujeres católicas que llevan velos negros en la misa, y yo estoy detrás de ellas queriendo analizar sus actitudes para descubrir los mensajes y códigos culturales en sus acciones.

Tras despertar de aquél sueño me di cuenta de que mi presión se estaba trasladando hacia el único espacio en el que me lograba sentir un poco liberada. Es que el tiempo transcurre y se acerca el día en que DEBO entregar ya mi tesis. Y yo pensando sólo en el pasado paso cada día sin cobrar conciencia de lo rápido que esto sucede. Soy una profesional del tiempo, me dedico a pensarlo, a tratar de entenderlo y a intentar detenerlo enfrascándolo en estáticas letras. Decidí dedicarme a la Historia (con H mayúscula), y por primera vez en mi vida me enfrento con lo que significa meterse al pasado con la mente, lo que implica estar todo el tiempo pensando en los muertos de una época lejana.

Aunque mi tema no está tan alejado en el tiempo (es la década 1920), los intentos que hago por meterme en las ideas de esas personas, que tenían códigos de comportamiento e inquietudes muy ajenas a las de mi época, me ha traído graves conflictos. Intento acercarme a las inquietudes de un grupo de mujeres que creían en dios, y que estaban dispuestas a dedicar su vida a luchar por él. Que creían que el gobierno estaba compuesto por una bola de ateos cuyas almas estaban condenadas a ir al infierno, y que además estaban convencidas de que toda transformación era el camino directo a la ruina. Por eso se oponían a las faldas cortas, a los cortes de cabello, a los bailes “escandalosos” y a la educación laica. Decían que si las cosas seguían así, la sociedad iba a desordenarse, iban a desaparecer los matrimonios, y las mujeres no querrían procrear. La ruina total, decían. 90 años ha de eso, ellas no pudieron detener las cosas, y el mundo no se ha acabado.

Y yo aquí sigo, parada en medio de un mundo en el que las certezas se han acabado, en el que el germen del cuestionamiento se ha inmiscuido tan adentro que ya ni nos tomamos en serio aquello que pueda sonar absoluto. La duda está ahí siempre, esperando escuchar una segunda opinión para saciar su apetito. Por eso me cuesta entenderlas, porque ellas sí que tenían una certeza: creían.

Por eso ayer leía con mucho interés una nota que apareció en La Jornada acerca de las inconsistencias en los censos médicos que analizan la relación entre el tabaquismo y ciertas enfermedades. En ella se desató la polémica abierta en torno a las consecuencias del cigarrillo, porque el autor expuso una postura contraria a la clásica, que dice que fumardacáncer, y como era de esperarse, alguien levantó la voz para refutarlo.

Lo que decía el autor, era que los datos que manejan las organizaciones antitabaco vienen de fuentes poco confiables, ya que sus investigaciones están financiadas por farmacéuticas que crean medicamentos para ayudar a la gente a “dejar de fumar”. Lo que quiero decir con esto es que por más que uno crea en algo, como que el tabaco es malo y provoca cáncer, siempre habrá alguien que pueda refutar, o al menos, abonar un poco a la idea contraria. Y así los no fumadores podemos fácilmente creer que fumardacáncer y sentirnos mejor porque no fumamos, mientras que los fumadores pueden aferrarse a la idea de que eso no está comprobado al 100%, y de que muchos cancerosos contrajeron la enfermedad por otra cosa, como comer margarina, hablar por celular, o estar demasiado cerca del microondas.

Es que ahora hasta las certezas “científicas”, o sea, que según son irrefutables y por eso se vuelven ley, se cuestionan. Y así los fumadores ya no le creen ni a los médicos. Y los no fumadores, pues tampoco…

Que qué tiene que ver esto con mi tesis. Pues todo, porque en la base de los pensamientos humanos, de las cosas que mueven a las personas a actuar de tal o cual forma, están una serie de ideas muy fijas, que dan impuso a la existencia. Esa es la certeza primordial, que puede estar en cualquier cosa, como en la idea de que trabajando más y más uno va a tener más dinero y gracias a eso va a alcanzar la felicidad, en que los hijos que uno tuvo necesitan a sus padres pa poder vivir, en que la democracia es el camino más corto a la justicia o qué se yo…

Mis damas católicas tenían una certeza, que según yo, si alguien ya se la creyó (o no la ha puesto en duda nunca) es la más grande certeza de todas, la que le da una base totalmente lógica (teológica) a la existencia: la creencia en dios. Así nomás, en dios. Y con base en esa idea ellas actuaron en un mundo que parecía serles muy hostil y hasta ayudaron a que se hiciera una guerra en nombre de dios. Y yo por eso no las entiendo, porque ahora cualquier cosa puede ser cuestionada. Porque a mi las certezas así nomás no se me dan, y básicamente porque no creo en dios.

Pero cada día que paso pensando en el asunto, creo que me acerco un poquitito más a lo que sentían al ver que la base de todo lo que creían empezaba a desmoronarse sin que pudieran hacer nada al respecto. Eso que ellas vivieron fue sólo una manifestación más de ese camino a la no-certeza, cuyos frutos están en el aire que respiramos hoy, ya sea que fumemos tabaco o no.

Intentaba con todas mis fuerzas sentir fe, aunque sólo fuera para cumplir con mi deber social, pero cuanto más insistía y buceaba dentro de mí, más me sentía obligada a reconocer que no creía. En cuanto yo sabía, incluso el alma había huído de mí. Se daba el caso curioso de que, por primera vez (…) me sentía obligada para con los demás, y no para mi alma o para con Dios, lo cual era una demostración de que había perdido a Dios…

                                Memorias de una joven católica

                                                         Mary Mc Carthy

martes, 25 de mayo de 2010

El metro, metáfora de la corrupción.

La desorientación siempre va conmigo. Es una compañera que me arrebata la atención hacia el espacio y las señales más simples, y me lleva por caminos poco ortodoxos, a veces sinuosos y confusos. Pero está bien, porque suele poner a prueba mi capacidad de disimulo y me quita la vergüenza de pasar por el mismo lugar una y otra vez en busca del letrero preciso que me indique a dónde debo ir. Es que sorprendentemente, los caminos que suelo recorrer regularmente parecen transformarse de una forma tan vertiginosa, que mi cerebro es incapaz de reconocer las mismas esquinas, las luces, los grafitis y los colores de las paredes.

El problema es que la ciudad nunca es exactamente igual. Se encuentra en una dinámica tan rápida, que ha absorbido mi orientación natural basada en el espacio y el tiempo -que en algún momento respondía a referentes naturales y estables, como el movimiento del sol-, y la ha convertido en una inagotable inquietud por el triunfo del contrarreloj contra las obras públicas, contra el azar y, sobre todo, en un caótico impulso por reconocer señales gráficas que me hagan moverme como lo establecieron los burócratas dictadores del planeamiento urbano.  Y todo esto se vuelve más notorio en los pasadizos subterráneos que suelo utilizar para transportarme, porque aunque éstos están diseñados para que se agilice el transporte, a mí el hecho de andar por debajo de la ciudad con la consigna de ver la luz del sol hasta que llegue a mi lugar de destino siempre se me complica un poco.

Es que el metro es una ciudad alterna construida cual inframundo en que el tiempo se detiene, y las personas obsequiamos a la eternidad un montón de horas perdidas, que desaparecerán de la memoria por inútiles, por monótonas y por lineales. En el metro siempre pueden encontrarse las indicaciones exactas sobre cómo llegar a un transborde, en qué estación bajar y hacia dónde caminar para subir de nuevo a la superficie. Sin embargo, esta estricta planeación dejó abierto alguno que otro recoveco que dejó abierta la posibilidad para que las personas desafiáramos las reglas establecidas, y en vez de seguir la flecha que dice exactamente por  donde va la “correspondencia”, exploráramos caminos alternos que nos libraran de subir una escalera, de caminar diez pasos más, o mejor aún, nos dieran la valiosísima oportunidad de entrar primero al vagón para correr desesperadamente en busca de apañar un lugar vacío.

Así, aunque hay reglas bien claras que todos los usuarios del metro hemos acatado, siempre se da el caso de que un necio machín insista en entrar al lugar asignado sólo a las féminas perfumadas por las mañanas y sudorosas por las tardes, o de que se hayan creado rutas alternas que hacen irrisoria la existencia de los letreros de “no pasar”. Pero a personas desorientadas como yo, que solemos ir por la vida “papaloteando”, esto nos complica un poco las cosas, porque en medio de la vorágine de una hora pico en una estación concurrida, los desorientados solemos caminar llevados por la masa ingente, y nos damos cuenta muy tarde de que el camino recorrido no es el correcto.

Como muchos de los letreros creados ex profeso para orientar a los neófitos son ignorados por los veteranos, los desorientados tenemos que echar a andar la mexicanísima costumbre de no seguir las reglas y encontrar caminos alternos. Lo más curioso de esto, es que se va convirtiendo poco a poco en La Forma de hacer que obras (como el metro) funcionen, aunque hayan sido planeadas con rigidez matemática. Y así pasa diario, y los letreros se van volviendo obsoletos, pero nadie los quita de su lugar.

Y así fue que por fin comprendí cómo en mi país lo que mejor funciona es la corrupción.

lunes, 10 de mayo de 2010

El Puente Maldito

En el camino a mi casa hay un puente maldito. Es uno de los múltiples recovecos citadinos en que ha florecido la inseguridad. De noche pasar por ahí me producía un temor inexplicable de paranoia y vértigo al ver sus oscuras escaleras solitarias. Es que ahí me asaltaron hace varios años a plena luz del día. Yo iba a visitar a una amiga que vive muy cerca, y me amenazó un tipo flacucho, al que fácilmente pude haber tirado de la escalera con un patadón samurai. Pero no lo hice, porque yo era adolescente y me sentía muy vulnerable. El tipo aquél me dijo muchas groserías, mientras me amenazaba con que tenía un cuchillo en la mochila y me iba a “picar”. Le di mi cartera temblando, y me dijo “no te pongas nerviosa” con voz rasposa, lo que más bien me hizo sentir coraje y también un poco de inexplicable confianza que me hizo pedirle mi credencial de la prepa.

En otra ocasión, hace poco tiempo, iba subiendo las escaleras del mismo puente para ir a la escuela, cuando un tipo que venía frente a mí bajándolas se me quedó viendo y me dio una nalgada. Fue un momento horrible, en que sentí que mi bilis se derramaba de coraje y me hervía la cabeza. Lo peor fue que al voltear a ver a ese despreciable ser humano, éste me miró con una sonrisa burlona de negra y asquerosa dentadura. Esa burla significaba que estaba orgulloso de lo que había hecho, y de que se sabía inmune ante mi, porque aunque ese execrable tipo no estaba muy dotado de estatura ni masa muscular, sabía que yo no me atrevería a querer vengarme rompiéndole la cara sino que más bien querría huir. Tristemente, el escenario inhóspito de un puente peatonal me dejaba sola ante un degenerado, que intentaría saciar su insatisfacción y desdicha con una agresión efímera que lo hiciera sentir el poder que la sociedad le niega todo el tiempo. Lo único que pude hacer fue gritarle alguna groseria que finalmente le hizo ver que me sentí ultrajada y que, por lo tanto, había logrado su cometido.

Como ese puente se convirtió en el escenario de actos como ese, hace poco pusieron policías que permanecían ahí día y noche. Pero el “operativo” duró muy poco, y ahora sigue sin vigilancia alguna. Por eso muchas personas prefieren atravesar el Periférico corriendo, lo que resulta más peligroso, pero menos inseguro, porque el control de sus vidas está en su propia agilidad y pericia, y no en la voluntad chaca de un asaltante desquiciado.

Hasta hace unas semanas, solía evitar a toda costa atravesar sola ese puente en las noches, pero por necesidad lo he tenido que hacer últimamente, lo que ha sido bueno porque el miedo se ha ido esfumando paulatinamente. Supongo que el hecho de obligarme a hacer algo que me atemorizaba me hizo ver que no estaba tan mal como lo visualizaba. Incluso hace poco iba yo sola caminando por ahí en la noche, con los audífonos puestos escuchando a Ray Charles, y no pude evitar sonreír y sentirme muy segura en la oscuridad. Y el hecho de que me sintiera segura justo ahí mientras caminaba con ritmo y estilo, me dio una sensación de autocontrol muy placentera por haberme desafiado a mi misma a través de un puente cuya peligrosidad me rebasa.

Sé que es una forma estúpida de sentirse bien, porque implica cierto “riesgo” (digo, tampoco voy a caer en actitudes suicidas en esta ciudad de locos). Pero también implica que puedo andar sola en las calles sin paranoia y con cierta libertad. La ciudad, después de todo, no es tan mala como la pintan.

jueves, 6 de mayo de 2010

Paradójica desdicha feliz

Vi noticias. Estaban hablando del derrame de petróleo y del número exorbitante de animales que podrían morir por ese desastre, y no pude evitar sentir que mi ánimo se iba al inframundo. Pocos días después hablaban de la contingencia ambiental en la Ciudad, y recordé que este escenario gris y decadente existe desde que tengo memoria. Recuerdo muy bien que cuando era niña me enteraba de la contaminación porque ese día no salía al recreo. Ahora, creo identificar síntomas claros en mi cuerpo a causa de los imecas: irritación en los ojos, sequedad en la garganta y dolor de cabeza.

Que el mundo se está calentando ya no es noticia. De tan sabido aburre. Pero aún así me sorprendo por la ola de calor infernal que invade el ambiente, y eso que a mi el calor me encanta, pero el bochorno que me hace sudar me lleva a entender por qué casi todas las personas prefieren el clima gélido. Pareciera que ahora el sol se está vengando con cada uno de sus rayos de una humanidad inclemente con su obra maestra, y tiene razón: ya la cagamos.

Lo peor de esto es que debo conjugar el verbo cagar en la primera persona del plural, porque me guste o no formo parte de la especie que arruinó las cosas. Mea culpa, mea culpa: uso gasolina, pilas, gas, energía eléctrica, produzco basura y hasta exhalo CO2 y gas metano que destruye la capa de ozono. Y por más que quiera, con el simple hecho de existir ya me chingué algo.

Ante este panorama decadente (no sólo por la situación ecológica, sino por un sinnúmero de cosas), la felicidad parece ser sinónimo de inconsciencia, porque ¿cómo diablos alguien puede estar feliz en un mundo que se deteriora a cada segundo? Por eso yo le comentaba a un amigo (hola Tadeusz!), luego de que me hizo la clásica pregunta para iniciar una conversación, ¿cómo estás?, que estaba extrañamente contenta, pero que eso mismo me hacía sentir incómoda. Es que el espíritu de estos tiempos debería ser la desdicha, y estar optimista es como manejar un auto en sentido contrario con los ojos cerrados.

Pero la sonrisa a veces se me escapa de los labios, y la idea de que no puedo evitar el futuro, pero sí tratar de moldearlo de una forma en que sea posible que mi inconsciencia aparezca repentinamente, me reconforta un poco frente a este clima acalorado y seco. El problema es que enseguida me crea conflicto sentir esta cosquilla de esperanza…

miércoles, 21 de abril de 2010

De rojo

El color rojo atrae la mirada automáticamente. Es quizá el color más vivo del espectro, el que por naturaleza nos llama y por lo tanto, el que representa la tentación y lo prohibido. Es por eso que en la mitología judeocristiana se relacionó al fruto rojo por excelencia como símbolo de la sensualidad, la sabiduría y el pecado. Por eso, anque en la Biblia nunca se menciona a la roja manzana, no podría haber sido otro fruto al que la imaginación humana dotara de esa carga, porque sólo por ella podría borrarse de tal manera la razón e incluso las órdenes divinas, y provocarse el inicio de una era de castigos inclementes.

Y por eso es roja la etiqueta del refresco más dañino y, al mismo tiempo, más placentero para algunos. Rojo es el vestido de la mujer fatal, rojos sus labios y rojas sus uñas. Y son rojas, porque en ese color se juntan los deseos más extremos de los seres humanos. Ahí radica la síntesis más perfecta del deseo de vida y de muerte, del eros y el tanatos, porque roja es la sangre que da vida, y que también, al hacerse visible, nos recuerda que la muerte está cerca.

Roja quedó la ropa del asesino, y rojas fueron las uñas de la mujer que eligió como su presa nocturna.

Y rojo es como colorean al infierno, lugar en el que seguramente se bebe sangrita y se derrama sangre en manos del verdugo, en el que abundan cocacolas y lápices labiales cuya marca hace pruebas con animales que sangran, sangran de dolor. Ahí, también se miran rosas rojas, cuyas espinas hacen sangrar las manos.

Me pinté las uñas de rojo, llevo un día entero viendo ese color en mis manos pensando que se ven muy lindas y que parece que acabo de asesinar a alguien.

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lunes, 19 de abril de 2010

Perfume

Si la vida es una mierda, la fétida existencia no tiene que ser placentera, y la búsqueda de la felicidad es un vano intento por alcanzar un idilio inexistente. Pero el sentido de las cosas, que no es más que una invención arbitraria, se vuelve una necesidad para evitar el olor. Finalmente para eso se inventaron los perfumes.

martes, 6 de abril de 2010

Antiempleo o indigencia exquisita.

Para qué trabajar, si la vida es gratis. Además, viviendo un momento histórico en que se inventan increíbles avances tecnológicos que pretenden hacer el trabajo menos difícil, resulta absurdo trabajar sólo para conseguir esos bienes cuya labor está destinada a que se olvide, aunque sea sólo un momento, la desdicha de trabajar.  Por eso ha crecido desmesuradamente el índice de personas “desempleadas”, que más bien tendrían que ser llamadas de una vez por todas con otro nombre, porque no están carentes de empleo, como dice esa definición, sino más bien están en una etapa de descubrimiento de la verdadera importancia del tiempo libre. Por eso a partir de ahora estas personas deben ser llamadas “antiempleadas”, ya que han logrado ver más allá del corto panorama laboral, para pasar a exhibir su libertad irrefrenable por las calles de esta hermosa ciudad.

Todo comenzó cuando la caridad, Máximo Valor de Nuestros Tiempos, se convirtió en la actitud más reconocida por propios y extraños, gracias a que en las más importantes revistas de moda, y en los portales más visitados de Internet se fomentaron los valores universales de la nueva actitud humana, que ensalzaban a quienes resultaban más sacrificados y bondadosos con el prójimo, a quienes no ostentaban lujos ni riquezas, y a quienes tenían el afán filantrópico de ser recordados en la posteridad por sus buenas obras y amor exacerbado. En poco tiempo las clases sociales más favorecidas, comenzaron a anhelar ser parte de la bondad infinita que recorría el espíritu de la población en general, y dieron ejemplos únicos de su genuino interés por hacer un poco más felices a los demás.

No se vaya a creer que lo que buscaban era fama, y aparecer en las revistas y portales como los más bondadosos. No, nada está más alejado de la realidad. Lo que estos ricachones buscaban era una nueva y renovada forma de vida, en la que los bienes materiales serian vistos sólo como objetos cuyo valor se mide mediante la sonrisa de quien lo recibe por obsequio. Fue así como comenzaron mesuradamente, donando primero cada vez más monedas a los indigentes, a los limpiaparabrisas, a los payasitos de crucero y hasta aumentaron al triple las propinas de meseros, botones y demás trabajadores de servicio.

Algunos ricos ingenuos pensaron equivocadamente que la mejor manera de hacer felices a los demás con sus bienes materiales, era hacerlo de la manera tradicional: mediante obras caritativas bien organizadas y cubiertas por los medios de comunicación, que detalladamente daban santo y seña de cuánto se había donado y a dónde (no sin hacer un recuento de la vida de los donadores, mostrando su excelencia y superioridad hacia la población en general). Pero esta actitud trajo la desaprobación de los sectores más concientes de que la caridad y bondad, si va acompañada de luces y cámaras de televisión, no es más que una búsqueda insaciable de reconocimiento egoísta. Fue así como se acabaron las asociaciones caritativas, y cundieron con prontitud las acciones aisladas y autónomas de dadivocidad infinita.

Como las clases altas siempre han sido un modelo a seguir para la población que aspira a ocupar un lugar más alto en la escala social, los llamados “clasemedieros” quisieron imitar esa conducta, y comenzaron a regalar, aún con mayor soltura y a manos llenas, todas las cosas de valor que tenían. Las abuelitas se desprendieron de los anillos de boda que habian estado en la familia por generaciones; los padres regalaban aparatos electrodomésticos y demás chunches costosas e inútiles; las madres daban sus joyas, ropas y dinero al primero que veían pasar por la calle; mientras que los jóvenes se deshicieron de sus ropas de moda, discos, condones y juegos de video tan rápidamente como pudieron.

Había dejado de ser bien visto el interés por acumular cosas, ya no se sentía esa felicidad efímera al adquirir algún objeto que en poco tiempo sería obsoleto. Al parecer las personas se dieron cuenta de que las cosas materiales no tenían alma, y por eso comenzaron a desprenderse de ellas sin más.

Así, el trabajo comenzó a ser en poco tiempo una actividad inútil, y quienes continuaban teniéndolo como un acto de desarrollo personal y social, vieron que en poco tiempo la actividad primordial de sus vidas perdía sentido. Por eso los trabajadores comenzaron a salir a las calles para recibir una dádiva –que en la mayoría de los casos resultó generosa- que los hiciera pasar un día más sin preocupación alguna.

Ahora, tras algunos años de que acabó el interés por la acumulación, y de escuchar un sinfín de argumentos acerca de la fatalidad de que se perdiese el natural derecho y anhelo del ser humano de poseer, el nivel de antiempleados crece y crece, y las personas exhiben su felicidad al dar y al recibir en actos que se han vuelto cotidianos, y no sorprenden a nadie. Pero aún cunde la sospecha de que los Máximos Valores de Nuestros Tiempos no son más que un distractor que encubre planes indecifrables de motores que buscan alguna finalidad difícil de comprender. Por lo pronto se escuchan funcionar las máquinas de las fábricas abandonadas, y se rumora en algunos lugares que se busca sólo la pauperización total para lanzar un nuevo valor que sea el que le permita a la especie humana encontrar una razón para subsistir.

viernes, 26 de marzo de 2010

De cómo un cristal me salvó de la muerte prematura

Parecía que me seguían. Escuchaba su vomitibo zumbar en mis oidos, porque querían acercarse a mi a toda costa. Yo estaba asomada a la ventana, y podía ver a través de ella cómo aquellos seres carentes de cualquier dejo de inteligencia se acercaban peligrosamente al cristal, sólo para retroceder tras golpear sus múltiples ojos con esa barrera invisible a su estúpida mirada.

Había muchas moscas del otro lado de mi ventana. Esos insectos que seguramente cumplen alguna función importante en la naturaleza, son la única cosa en todo en el mundo que me hace sentir asco. Retrocediendo en el pasado, creo recordar que un día estaba en la casa de mi abuela, y la puerta estaba abierta mientras afuera estaban azando carnes, cebollitas y nopales en un comal. Las moscas, atraídas por el olor pero alejadas por el humo, se metieron a la casa, y se arremolinaron en el techo cual abejas a punto de formar un panal. Pocos días después, me enteré en un libro de que las moscas transmiten las peores enfermedades, están cargadas de bacterias escatológicas, y se alimentan de pura materia descompuesta y asquerosa.

Es raro que lo que me produce asco no es esa materia maloliente, sino los seres que la llevan a cuestas. Es que la caca o la carne descompuesta, en sí misma no se mueve hacia mí, ni produce un sonido estresante, ni tiene patitas que se frotan, ni le hicieron una película llena de pelos y viscosidad… Las moscas sí, y una vez mientras me comía un Danonino dos de ellas se metieron en mi boca. Siendo lo único en el mundo que me da asco, esa fue muy mala suerte, pero afortunadamente mis conexiones cerebrales no se condicionaron para que relacionara automáticamente el Danonino con las moscas.

Mientras veía por mi ventana, no podía dejar de sentirme intrigada por saber por qué estaban volando tantas justo ahí. No veía ninguna suciedad horrible cerca, ni había un cadáver en el que pudieran depositar sus huevecillos. Me intrigaba saber por qué estaban acechándome, por qué justo a mí me seguían, por qué intentaban atravesar el cristal y avalanzarse sobre mi para posarse con sus patas de mierda en alguna de mis extremidades.

Tal vez debía morir ese día, y ellas lo sabían mejor que nadie. Su especialidad en el mundo es anunciar la muerte. Ellas pueden oler la descomposición de la carne, aún antes de que el proceso biológico dé inicio, y como saben del festín que está por comenza, hacen su aparición ruidosamente y con el estrépito digno de seres tan repugnantes.

Pero había un cristal entre ellas y yo, una materia que no estaba en la naturaleza cuando ellas fueron creadas. Por eso cuando sintieron la muerte cerca de mí, intentaron cruzar el cristal como si éste no existiera, para comer mi carne, para deshacer mi existencia con sus estrategias de putrefacción, y no pudieron. Así fue como la tecnología más simple me salvó la vida.

usted no ignora que las moscas verdes olfatean la descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción del sujeto.Vivo aún el paciente, ellas acuden seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa más sin perderla de vista, pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que se conozca.

Horacio de Quiroga

Réplica del hombre muerto.

lunes, 15 de marzo de 2010

Del desencanto

Hay mucha desdicha, eso lo sé desde hace mucho tiempo, pero a veces se me olvida.

Sé que, a menos que un ser humano padezca un desorden mental, la empatía hacia el sufrimiento ajeno es una condición de nuestra especie, pero en este mundo sin paradigmas es difícil dicernir entre lo necesario y lo preocupante. El problema es el desencanto, que inunda el ánimo y lleva al desenfado, aunque en mi caso la intranquilidad más bien se trasladó hacia preocupaciones menos escandalosas.

Todo esto va por la apatía que suelo sentir hacia mi propia especie, hacia una humanidad que parece no tener remedio y estar hecha para la autodestrucción. No es taan severo el asunto, pero me duele ver que las cosas no tienen pies ni cabeza, o que el sentido está en la lógica de la rapacidad sin control. Y creo que hay muchas huellas de esta situación que están por todas partes, pero quizá, y sólo quizá, se expresan de manera más cruda en lo que no es humano.

Un día vi morir atropellado un perro. Yo andaba vacacionando en Pachuca, y le pasó un auto encima de la cabeza. Lo ví desangrando y no pude evitar ir y tocarlo, como si mi tacto y mis palabras pudieran aminorar su sufrimiento. Había ahí dos policías que se burlaban de mí, y fingían con risa que le hablaban a una ambulancia. Mientras mi ánimo se iba al subsuelo.

Hace poco no pude evitar ponerme a llorar al ver imágenes de los experimentos  que la industria cosmética hace con animales, y la última fue presenciar cómo una perrita sufría al ser acosada por un montón de perros. Ella estaba en celo, y en la calle a  cada rato era “montada”, lo que provocó que su vagina se saliera y no pudiera moverse con normailidad. Tuvieron que sacrificarla.

Como ésta tengo varias anécdotas muy desafortunadas, en las que lo sorprendente es la indiferencia de las personas. Eso más bien me hace preguntarme si la anormal soy yo, por pensar de más en esas cosas…

domingo, 21 de febrero de 2010

En las calles ando

Viernes. Periférico a las 7:00 pm.

Hace apenas tres años, el mismo recorrido me habría tomado quizá una hora menos. Miro por la ventana del camión, que además viene llenísimo, y me doy cuenta de que en casi todos los autos va sólo un pasajero: el conductor, y eso me pone triste. En medio del tráfico y con el cansancio encima, no puedo tener pensamientos optimistas hacia la humanidad, y más bien me imagino un estereotipo de execrables personas cuyas vacías vidas giran alrededor de su auto.

Pienso cómo desde que eran niños, estos conductores jugaban con sus hot weels cumpliendo así con una parte importante de un proyecto histórico que hoy ya está llegando a sus límites. Se les estaba educando para luchar por conseguir bienes materiales, de los cuales, uno de los más importantes era el automóvil, no por casualidad, sino porque sólo así se echaría a andar en toda su magnitud el negocio del petróleo. Ese niño que jugaba con carritos, creció creyendo que un auto atraería chicas. No era un ingenuo, porque efectivamente, cuando se compró su primer auto vio que las mujeres comenzaban a decirle que sí...

Además, el carro es una muestra de la personalidad, del estatus, y sobre todo, una extremidad artificial que da muestra de poder, en este mundo en que las cosas que existen son sólo aquellas que se ven. Por eso para muchos es vergonzoso ir en transporte público. Se sienten disminuidos, les da pavor pensar que no existen, que forman parte de una masa indefinida que se confunde entre la insignificancia y la desdicha, porque no tienen duda de que son porque tienen. Y por eso se deben apretar fuertemente el volante, deben escuchar los gemidos del motor y deben anunciar su ser con el salvaje sonido del claxon. Así, salen de la oficina con dolor de cabeza, odiando al jefe, a refugiarse del mundo en una burbuja con asientos de piel y clima artificial.

Por eso el día que me encontré a mi ex-jefe de la adolescencia en el pesero, tuvo que justificarse. Le dio vergüenza que yo, una insignificante adolescente que iba cada semana a la oficina a recoger volantes para repartir en las calles, lo viera viajando así. Sintió que estaba bajando al nivel de gente tan común como yo, que fui su subordinada oficial y por eso me saludo y me explicó que se le había descompuesto el coche. Yo no se lo pregunté, pero parecía muy interesado en que yo me enterara que sí tenía auto, que sí tenía valor, y que por lo tanto, seguía siendo superior a mi...

Pero, de repente estoy varada en un tráfico insufrible, pensando cómo el anhelo tan "normal" de tener un auto ya desquició todo. La finalidad esencial, que es la de la movilidad, ya no puede satisfacerse con un auto, sin mencionar cómo las medidas para reducir la contaminación son insuficientes... Son peor que insuficientes, son un campo más para que florezca la corrupción: aquí las verificaciones vehiculares, que miden la cantidad de contaminantes y determinan si un auto puede o no circular, quedan garantizadas con dinero.

No importa, las personas seguirán anhelando un auto, y lo usarán para aumentar su neurosis en medio de este tráfico que me tiene hasta la madre!!!

(eeeee, ya tengo bici!!!)
… el sol, acostándose hacia la izquierda de la ruta, volcaba en cada uno una última avalancha de jalea anaranjada que hacía hervir los metales y ofuscaba la vista, sin que jamás una copa de árbol desapareciera del todo a la espalda, sin que otra sombra apenas entrevista a la distancia se acercara como para poder sentir de verdad que la columna se estaba moviendo aunque fuera apenas, aunque hubiera que detenerse y arrancar y bruscamente clavar el freno y no salir nunca de la primera velocidad, del desencanto insultante de pasar una vez más de la primera al punto muerto, freno de pie, freno de mano, stop, y así otra vez y otra vez y otra y otra.
                                           “La autopista del sur”
                                                           Julio Cortázar

domingo, 14 de febrero de 2010

De la decena trágica.

Es temporada de zopilotes”…Fue la última frase del libro.*

Estaba trepada en el pesero, y acabé de leer ese texto acerca de la “decena trágica” escrito por Paco Ignacio Taibo II, cuando me vino esa sensación pasajera de saberlo todo. Es sólo un pequeño instante en que puedo saborear las cosas que alguien más narró, que se encuentran estáticas en forma de letras esperando que alguien las reviva con la mirada. Y me siento privilegiada por haber sido cómplice de esos susurros visuales, que no pasan por mis oídos, sino por mis ojos.

Aunque esa sensación suele suceder siempre al final de un buen libro, esta vez pasó algo distinto. Algo un poco más especial.

Era 9 de Febrero, mismo día en que hace 97 años fue tomada la Ciudadela por los militares antimaderistas que se empeñarían en derrocar al primer presidente electo tras los años de porfirismo: Francisco I. Madero, aquél chaparrín chistosón, que creía en espíritus y fue tan ingenuo que no se dió cuenta de que sus subalternos andaban conspirando en su contra. Él ha sido el principal mártir de nuestro panteón nacionalista por demócrata, en estos años en que la democracia se nos presenta como la panacea de los sistemas políticos.

Aahh! Lo mataron.

Es que era un tipo peligroso, porque la legitimidad estaría en su favor mientras viviera. Si no se rajó con el aparato militar y político del Díaz, segurito hubiera planeado algo contra el Huerta, o quien fuera… Total, lo mataron. No lo mandaron a Cuba a tomar mojitos, como lo propuso el embajador cubano en México. Lo mataron. Y mataron a su hermano, por grillero también.

Pero al menos no lo sacaron de Palacio en pijama…

Como sea, fue un demócrata de hueso colorado, y por lo tanto un confiadote e ingenuote que creía que el “pueblo” existía por sí mismo. Que creía que el “pueblo” siempre sabría lo que era bueno para la “patria”, que creía en la libertad de expresión aunque los medios impresos fueran propiedad de sus enemigos, y que, en fin, también creía que los espíritus le hablaban.

Por eso se lo echaron, porque la revolución la hicieron con la fuerza, no con ideales bizarros.

Levanté la mirada después de leer que la viuda de Don Panchito Madero, Sara Pérez (o el sarape de Madero, como la apodaron en la época), vistió de luto hasta el último día de su vida, cuando vi que pasaba justo frente a la Delegación Venustiano Carranza. Moría de ganas de correr a abrazar la estatua del remedo de Coronel Sanders, para sentir que la venganza es dulce. Pero tenía que llegar al AGN, antes cárcel de Lecumberri, y entrar  por el mismito lugar en que encontraron el cadáver de Madero todo cubierto de piedras la mañana del 22 de Febrero de 1913…

decena2

*Paco Ignacio Taibo II, Temporada de zopilotes, México, Planeta, 2009.

lunes, 1 de febrero de 2010

El Mar

(Estos son pensamientos chairos de un viaje chairo a la playa. No suelo usar la definición “chairo” y hasta me parece desagradable, pero está cagada y, ni pedo, llevo una chairita en mi interior. Quienes le llaman chairos a los “chairos” lo hacen porque es lo único que se les ocurre decir frente a lo que les parece incomprensible. Aunque a mi también me dan risa muchas veces, los veo como un fenómeno curioso de nuestros tiempos, igual que cualquier otra manifestación cultural con o sin nombre).

Es de noche,  estoy sentada frente al mar, y como es ya una costumbre, no tengo sueño. Hace dos días que llegué a Pie de la Cuesta, una playa de Guerrero que carece de grandes hoteles o de “una espectacular vida nocturna”. Quizá por ello este lugar  me resulta tan agradable.

Los días pasan rápido, aunque el tiempo es más lento. Me di cuenta de esto porque aquí las canciones duran más. Es cierto: aunque pasan los mismos minutos que en la ciudad, aquí las canciones se alargan. Tal vez esto sucede porque mi cerebro no lleva prisa alguna, y el mar golpeando furioso contra la arena marca un tiempo indefinido, por irregular. Los relojes enloquecen y la vida se escapa de las manos como la arena.

Es que el mar anda muy bravo en estos días. “Es por el efecto de la Luna”, me dijeron por ahí; quizá por eso el tiempo también se ha modificado hasta llegar a ser inaprehensible. Lástima que no traje un reloj, pero estoy segura de que daría vueltas al revés, o se detendría en algún minuto indefinido para volver a avanzar aún más rápido que el lapso acostumbrado de un segundo.

Recuerdo que un día pretendía contar los segundos de forma autónoma, y no pude hacerlo. Entonces pensé que una de las tantas cosas que mi cerebro no puede entender es el tiempo,  porque a pesar de que me he pasado la vida llena de segundos, que además son todos iguales, no soy capaz de calcular cuanto mide un segundo.

Eso me tranquiliza, porque ya sé que el tiempo nunca lo entenderé. Por eso estando en la playa mirando el mar, dejaré de preocuparme por el tiempo para pensar en otras cosas, disfrutando quizá de que las canciones son más largas aunque el día dure menos…

Como el mar anda muy enojado no puedo nadar en él, pero eso no me importa. Prefiero no probar la sal que además suele irritar mis ojos. Pero mirarlo es cosa distinta, eso sí que lo disfruto.

Quizá porque la inmensidad del mar me recuerda mi insignificancia.

Cuando pienso en ello, no puedo evitar recordar a Freud en El malestar en la cultura, cuando menciona eso que llama “sentimiento oceánico”, que es la sensación de estar sumergido en medio de una presencia totalizante y abarcadora, de la que formamos parte, no únicamente la especie humana, sino todo lo que solemos llamar “naturaleza” (y quizá más allá con eso que llaman “lo divino”, sea lo que sea que eso signifique).

Él se refería a ese sentimiento como la conciencia de que formamos parte de algo más grande e inasequible que fue, es y será aún sin nuestra presencia. Algo que está en nuestro inconsciente, que nos viene de generaciones atrás y que se manifiesta de vez en cuando en forma de símbolos. Por eso el mar es un buen ejemplo para pensar en esto, porque es tan inmenso que nos hace ver nuestra pequeñez.

A mi me hace sentir así, y me gusta sólo un segundo sentirme un punto insignificante que desaparecerá sin dejar huella.