martes, 28 de diciembre de 2010

Santa María la Ribera.

Llegué a Santa María la Ribera cuando arrancaba el mes de septiembre. Había visitado el barrio por primera vez apenas unos meses antes, en una tarde lluviosa cuando al salir de la Biblioteca Vasconcelos supe que el famoso kiosco morisco estaba muy cerca. Aquella tarde me impresionó el tamaño y los exquisitos detalles desgastados de ese monumento, y me gustó mucho ver que los jóvenes se habían apropiado de ese espacio para patinar. Esa tarde fría no me imaginaba que en poco tiempo viviría aquí.

Entre los libros que traje a mi nuevo hogar incluí uno de Arturo Azuela: “Alameda de Santa María”; novela que por cierto no releí como planeaba. Pero aún así, con el ibro en las manos, recordaba los “nidos de ratas” que, descritos por el autor, fueron en algún momento motivo de conversación con mis compañeros de la Facultad de Filosofía y Letras. Yo me estaba metiendo en uno, pensaba, y con una sonrisa en el rostro.

El kiosco se convirtió en parte fundamental de mi panorama cotidiano, y se renovó durante mi estancia, porque el monumento está en proceso de restauración. Cambió su estructura, igual que lo hacía yo, mientras veía día tras día a los trabajadores recubrir y colorear cada una de sus partes.

El nuevo proyecto de la Alameda de Santa María excluyó a los jóvenes de la nueva duela de madera del kiosco, que no tolera las ruedas agresivas de patines y patinetas. Se colocó piso nuevo en la plaza, y una mañana mientras yo corría, en sus extremos laterales fueron clavadas las viejas bancas de hierro que se mandaron hacer con motivo del centenario de 1910. Las cosas cambiaron, y me tocó ver apenas un pequeño esbozo de ello.

En varias ocasiones pude ver a las vecinas entusiastas que pretendían devolverle al barrio la vitalidad que, dicen, se había perdido poco a poco. Los nuevos inquilinos como yo, después de todo, somos una manifestación del desgaste de una colonia que materializó en algún momento la afrancesada confianza porfirista en el futuro. Glorias pasadas…

Desde que llegué, la consabida inseguridad que le da al barrio el sobrenombre de “Santa María la Ratera” formó parte de mis prejuicios. Recuerdo bien cómo la primera noche que salí a la esquina, tuve que pedir compañía para caminar 15 segundos en la calle. Poco a poco esa sensación de desamparo se fue perdiendo, y hasta me familiaricé con los indigentes y yonquis que rondan las calles a toda hora. Hoy, a cuatro meses de vivir aquí, salí por primera vez sola de noche, en busca de un café barato, y sin temor alguno caminaba pensando que mi cotidianeidad aquí se acabó. El año bicentenario se me va a ir junto con mi primera experiencia de “independencia”.

Pasó tiempo, no mucho, pero es ya perceptible. Durante mi estancia aquí algo se transformó. Además de los cinco kilos extras que me hacen ver menos raquítica, casi ya no tengo insomnio y he dejado de preocuparme por nimiedades. La rigidez que en algún momento me rigió como tabla de metal golpeándome con sus horarios y rutinas inamovibles, se esfumó, y ahora reina en mí un caos reconfortante. Ahí voy, sobreviviendo y convenciéndome de que el confort no radica en las comodidades, sino en la autosufieciencia.

Voy a empezar de nuevo. A ver qué pasa por la calle…

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domingo, 26 de diciembre de 2010

Las ratas de Skinner

Iba caminando empoderada por el metro, sonando el par de tacones que anunciaban su andar adquisitivo. Pensaba en la estatura que estaba ganando al dominar el puntiagudo estilete que por algún acto de la gravedad y la circulación, llevaba más sangre que de costumbre al dedo pulgar, hinchándolo y ejerciendo presión con la gamuza beige que combinaba perfectamente con un pantalón cuyas líneas alargaban su pantorrilla. Y recordó que el barniz de sus uñas se hallaba descarapelado, lo que le hizo sentir inseguridad de estrechar la mano de alguien que reconociera su descuido.

Sin embargo, las múltiples ocupaciones acumuladas en su agenda no le permitían más que una preocupación nimia y esporádica de tales superficialidades.

Pensaba cosas importantes, como en que la aplicación del conductismo en las cuestiones laborales requería ingenio y una atención particular hacia las relaciones interpersonales, porque los seres humanos, después de todo, podían actuar de acuerdo a reglas tácitas siempre y cuando la inercia del conjunto los llevara por un camino no establecido en los marcos de la legalidad. Y mientras recordaba sus clases de psicología aplicada a los recursos humanos, pensó cuán débiles eran las personas ante la necesidad. Atinó al concluir que la clave estaba justo ahí, en una situación social adversa que no les permitiera a los empleados un margen de acción más allá de un estrecho panorama tendiente a la supervivencia.

Recordó cómo comenzó “desde abajo”, al igual que todos aquéllos a quienes ahora controlaba (disfrutaba pensando en la palabra “controlar”, mientras se tomaba su tiempo para conjugarla  en todos los tiempos y personas existentes), hasta que paulatinamente y casi sin darse cuenta, estaba recibiendo un mejor sueldo por el mismo trabajo. Eran bonificaciones aparentemente inexplicables, que se materializaban a cuenta de las risitas discretas que le regalaba a los malos chistes del jefe. El hecho de haberse visto repentinamente en una situación privilegiada no le resultaba incómodo, e incluso pensaba que merecía esas prebendas por tantos años de estudio. Finalmente para eso había soportado años de desvelos y de lecturas que podrían resumirse en técnicas de elaboración de porcentajes y tests de personalidad.

Y repentinamente la acechó un pensamiento que recurrentemente hacía acto de presencia. Pero la moralina que le incomodaba de vez en cuando se esfumaba ante la venta nocturna que materializaría sus aspiraciones con los aromas y las texturas que siempre había deseado. Y mientras volvía a mirarse la uñas cuyo rojo barniz estaba desapareciendo poco a poco, el interfón anunciaba ruidoso frente a todos sus subalternos, su velada (pero por todos sabida) ocupación en la oficina del jefe. 

La incomodó sólo un segundo el hecho de que su intención de ganarse el poder que aparentemente tenía ante sus empleados, sería imposible mientras rondara en las paredes de la oficina aquél sobrenombre que borraba de golpe cualquier esfuerzo por ser tomada en serio. Pero en la escala de jerarquías estaba encima, y con eso le bastaba para continuar aplicando la misma política laboral de la que se quejaba en la hora de la comida con los mismos empleados a los que ahora ella “controlaba”.

Acomodó su cabello, y entró entonces a la oficina, con el abrigo de piel que compraría esa noche en mente.

martes, 23 de noviembre de 2010

Spirit

Todo comenzó cuando el día de hoy, hojeé una edición ochentera del libro de Álvaro Matute acerca de la revolución: La Revolución Mexicana: Actores, Escenarios y Acciones. Leí el epílogo incluído después de la primera edición, en el que habla acerca de las diferentes posturas historiográficas desde que comenzaron a aparecer textos que hablaran de ese suceso, comenzando con el de Madero, La sucesión presidencial.

La continua caracterización de la figura heróica de Madero contrasta con una personalidad que se asoma como excéntrica y hasta “ingenua”. Este concepto refiere a que sus estrategias políticas fueron contraproducentes en su ejercicio del poder. Si bien Madero era un ferviente creyente del concepto “democracia”, a partir de la escritura de La sucesión presidencial puede inferirse una postura acrítica del término, en la que se consideran conceptos que le atribuían al “pueblo” cualidades como la “sabiduría” o la “salvación”. Probablemente la influencia del espiritismo llevó a Madero a confiar plenamente en que el pueblo podría dirigirse a sí mismo, sin tomar en cuenta que ése mismo pueblo estaba compuesto por individuos e individuas con una diversidad avasallante de posturas, ideologías y creencias.

Aún así, el propio Madero consideraba que el pueblo nunca se equivocaría en sus decisiones, porque siempre estaría en favor de su “progreso” como colectividad. Bajo este tamiz positivista, Madero no concebía que la violencia que él mismo había desatado desde que llamó a las armas en el Plan de San Luis, podría volverse irrefenable; y quizá por eso no se percató de que sus subalternos estaban conspirando en contra suya.

Finalmente el creía que el pueblo existía como un ente abstracto e idílico, compuesto por una colectividad homogénea que se movía siempre hacia el mismo lado. Sin embargo, en realidad estaban comenzando a manifestarse las múltiples divergencias, debido a la puerta abierta que, por primera vez después de más de 30 años, había permanecido cerrada: la de la participación política.

Luego, recordé que anoche soñé con Francisco I. Madero. Lo que pasó fue que me dormí leyendo un texto de Friedrich Katz acerca de Pancho Villa, y seguí soñando que leía, pero en mi sueño el texto hablaba de Madero. Repentinamente, estaba viendo un discurso de Madero muy cerca de donde vivo, y esa imagen era muy curiosa, porque mientras el fondo era muy colorido (en tonos azul, turquesa y con motivos mudéjares), Madero era color sepia. Es obvio que no podría imaginar a Madero a colores, porque nunca lo he visto así.

Entonces, a partir de haber soñado con Madero y tras pensar en su espiritismo como algo que influyó en la actitud políticamente torpe durante su gestión, recordé que según Matute, La sucesión presidencial es un texto de bajo perfil, con argumentaciones poco analíticas acerca de la necesidad de una transformación política. En ese libro apenas dirige una leve crítica a Díaz, y habla de un tránsito pacífico hacia la sucesión presidencial, es decir, no concibe la toma de las armas. Por eso el concepto de “democracia” es imaginado sin detallar cómo van a plantearse los mecanismos de su puesta en marcha.

No existían instituciones, y la lucha por el poder se comenzaría a dar por la vía violenta. Por eso los exporfiristas verían esa como la única forma de tomar de nuvo el poder y asesinaron a Madero.

Y me quedé pensando en esa idea de que los espíritus le hablan a los vivos, como creía Madero, y no pude evitar pensar en lo excéntrica que me parece esa idea. Se supone que mediante algunos rituales puede “contactarse” con los muertos. Con ironía, me imaginé que el espíritu de Madero se me había aparecido en mi sueño, y esa idea me dio risa.

Entonces pensé que ya era hora de preguntarle a Katz cosas sobre Villa, porque aunque Katz acaba de morir, es real que a través de sus textos todos los muertos nos pueden seguir hablando.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Sensatezzzz

No tenía la intención de seguir pensando en el asunto, pero no escapaba de su cabeza la idea de que el "trastocamiento de las estructuras" podía ser positivo, siempre y cuando fuese manejado con suficiente sensatez. Que sí, que no... La seguridad no podría llegar mágicamente, pero si no lo creía, entonces ¿qué hacía ahí?







martes, 16 de noviembre de 2010

Escribo

Cuando era niña -según recuerdos ajenos que decidí hacer míos por parecerme interesantes- un futurólogo mexicayotl me leyó el destino a a partir de mi fecha de nacimiento y dictaminó que sería escritora. Hoy no lo soy. Lo que más me acerca a esa actividad son mis apuntes tangibles en libretas dispersas, y las letras que están aquí: virtuales existiendo en un lugar indeterminado. Jugar con las palabras me atrae mucho, pero más allá de decir sandeces en la vida real, transcribir pensamientos en los moldes de las palabras escritas es una actividad de tanto respeto, que sé que más allá de exponer mi cotidianeidad microespacial en este lugar, no me sería sencillo inventarme escenas inmateriales.

Aunque me gustaría intentarlo. Quizá un día de estos me ponga a inventar una historia de clichés, nomás para ver si puedo llenar mis tiempos vacíos con las letras. Seguramente si hago como ahora, que escribo sin tener qué escribir, no pueda hacer nada más allá de una perorata indefinida e irrelevante, como este post madrugador que no tiene letra, no tiene acento, no tiene contenido y está hecho para llenar un hueco que el sueño dejó en mi subconciente insomne.

Insomne.

 

Insomne.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Distracción patológica.

Ya lo sabía: mi naturaleza tiende hacia el “papaloteo”, pero en los últimos días esa característica, que en algún momento resultó incluso divertida o intrascendente, se me está escapando de las manos. La cuestión es que suelo olvidar cosas, perder objetos, equivocarme de camino, caminar sin dirección, distraerme fácilmente… Es decir, soy dispersa, dispeeersaaa, por decirlo de una forma elegante.

Ya alguna vez escribí acerca de mis experiencias accidentadas al viajar en metro. De cómo me resulta sencillísimo perderme entre la masa siguiendo una dirección que no es la mía. Quizá es ahí donde mi dispersión se manifiesta claramente, porque en lugar de atender mi propio camino, me dejo llevar por la corriente hasta que pasa mucho tiempo para que me dé cuenta de que voy al revés. Pero esa es una actitud que, incluso, ya se me hizo costumbre, y hasta la tomo con gracia (cosa que no debería de ser, porque en vez de proponerme ser más hábil para andar en la calle, me río de mí misma y me siento un ser pintoresco y tranquilo en medio de una vorágine de gentes paranoicas).

El problema es que me estoy convirtiendo en una una maquinita de producción en serie de equivocaciones y accidentes. Hace algunos días, por ejemplo, quise entrar al depa y no encontré mis llaves. En mi mente tenía una imagen clarísima de que las había guardado en mi bolsa al salir en la mañana, por lo que concluí lúcidamente que las había perdido, cosa no poco extraña tomando en cuenta mi extraña habilidad para deshacerme involuntariamente de mis pertenencias. Al otro día saqué una copia de las llaves, y no problem, no se caba el mundo, ahí voy con mi repuesto por la vida lamentándome por haber perdido las anteriores, y pensando en que ojalá no las haya encontrado un psicópata desquiciado, o el chico que vive cerca de mi entrada, que extrañamente siempre está asomado en su puerta y se me queda mirando cada que salgo de aquí.

Total, unas llaves qué… Y pasan unos cuantos días, me pongo mi saco negro, meto la mano en el bolsillo y, ahí están! Las llaves que creía perdidas estuvieron todo el tiempo en la bolsa. Chinga!

La cuestión es que no me explico cómo diablos llegó a mi mente una imagen clarísima de mí, guardando las supuestamente perdidas llaves en mi bolsa. La nitidez del recuerdo me lleva a ser insegura hasta de mi propia memoria, porque ésta me inventa explicaciones lógicas que en mi subconsciente hacen que la distracción, que ya sé que padezco, encaje con mi seguridad basada en una memoria quesque fotográfica. Si mi propia mente se inventa historias para recrear mi distracción innata, una de dos: o no soy tan distraída como pienso, y más bien soy muy lúcida la mayoría del tiempo, pero no me doy cuenta por estar pensando en lo distraída que soy; o soy distraída por partida doble, porque hago cosas estúpidas que luego me explico a partir de invenciones que concuerden con esa distracción y cometo, por lo tanto, cosas doblemente absurdas, como el hecho de no perder las llaves, pero no recordarlo e inventar que las perdí por distraída, cuando en realidad estaban todo el tiempo frente a mis narices. Chet!

Todo esto va porque tuve que sacar repuesto, y ahora, tras mi accidente, tengo dos juegos que se preparan para ser perdidos en el lugar más recóndito de mis bolsillos. Quizá esas llaves sean halladas veinte años después, cuando ya me haya machacado demasiado la mente con la idea de que, al haber perdido un par de llaves en mi juventud, comenzó una fila interminable de sucesos que fueron definiendo en mi subconsciente la seguridad de que no podía sentirme segura ni de mí misma, y por lo tanto, el carajo me llevó ante la dificultad de confiar en mi memoria otrora fotográfica.

Mi impresonante habilidad para que se me vaya el pedo ya me está sacando un poco de quicio, y aunque ya la he cargado en mis hombros muchos años, en las últimas semanas se ha manifestado de formas burdas, riéndose de mí en mi cara y haciéndome ver que, de continuar con mi caótico pensamiento inconexo, me puedo caer un día en un hoyo que conozco bien, pero se me olvidó que estaba ahí por andar con la mente en los interminables soliloquios repentinos.

“Karla -me digo mientras bajo la escalera-, caminas hasta el kiosco y das vuelta a la derecha, ahí sigues el camino en el que habita el obeso mórbido que está siempre ahí sentado leyendo el publimetro. Sí, ese gordo que seguramente se desayuna tres cajitas felices con todo y juguete sorpresa, y está siempre frente al puesto de tacos en donde hay unos reguetoneritos que miran hacia el puesto de tamales mientras mastican su maciza con cuerito. Finalmente –continúo-, ellos son la manifestación de una generación sin expectativas en esta coyuntura sociopolítica de desconsuelo ante la falta de oportunidades, que necesitan satisfactores hallados, por un lado, en la comida grasienta que da un placer momentáneo y difícil de cubrir con otras cosas, y por el otro en una cultura de la violencia en la que los jóvenes tenemos un presente con espectativas cortas. Para qué vivir mucho y mal, si se puede intensear poco pero sabroso –pienso, mientras a mi mente viene la imagen de Nancy y Syd queriendo vivir rápido y morir pronto-.Y por eso me pregunto hacia dónde van mis propias expectativas del futuro, y me respondo que al menos tengo la certeza de que cubrir mis carencias con hedonismos burdos no me satisfarían, al menos no hoy”.

Entonces se me pasa el tiempo, y voy la mayor parte del camino sin darme cuenta en ningún momento de que mi bolsa está abierta, llamando a gritos a un faltodeempleo para que le meta mano, que mis llaves están en el lugar externo de esa misma bolsa, en donde no hay cierre alguno que las proteja, que ya se me acabó el dinero que traía en la bolsa, que el alto del semáforo apunta hacia una dirección por la que no voy yo, que el boleto del metro lo traía en el otro pantalón, que tengo que bajar las escaleras porque la dirección es la contraria, que ya me fui tres estaciones hacia el otro lado, que ya tengo hambre y no me traje mi manzana, que tengo que leer hoy tres textos diferentes cuyos temas no me importan mucho que digamos, que esta semana sí mando ese correo importante, que ya pasó un año desde que dije que mandaría ese correo importante, pero que ya pasó mucho tiempo para que lo mande, que me sigo machacando la cabeza porque perdí un objeto que no era mío, que se le acabó la pila a mi celular, que ahora sí mañana voy a la lavandería…

Y mientras eso ocurre, ya se me fue el camión.

lunes, 18 de octubre de 2010

Videojuego

Tomo el control y comienzo a oprimir desaforadamente los botones. Las imágenes en el televisor se convierten en una extensión de mi habilidad y pericia. La historia bizarra que algún geek diseñó, se convierte repentinamente en una aventura propia. Así comienza el videojuego.

El tránsito que implica insertarse en una realidad paralela siempre me ha parecido sorprendente. Me inquieta el mecanismo mental por el que transita mi cerebro en el momento justo en que un videojuego da inicio. La mayoría tienen una introducción gráfica a la historia, y es a través de ella que los hechos más increíbles se materializan en la mente de quienes tomamos esa dinámica como propia, por la posibilidad de "jugar" a ser, y hacer, algo extraordinario, inimaginable, increíble e imposible.

Basta dejarse llevar un poco por un videojuego para convertirse en un ser inexistente, y comenzar a formar parte de acontecimientos virtuales, donde poco a poco las cosas más incoherentes van cobrando sentido y se convierten en un objetivo perseguido compulsivamente. Es entonces que los niveles de dificultad aumentan, mientras el reto de acabar con un enemigo empecinado en matar, se puede convertir en una válvula de escape de las frustaciones cotidianas.

De repente, sin darme cuenta, mi mente está ocupada en conseguir armas cada vez más poderosas, en utilizarlas en el momento justo, en tener el buen tino de de dar el tiro certero que destruya a mi enemigo o en correr lo más rápido posible para escapar de una catástrofe a mis espaldas. La dinámica puede ser incluso tan simple como apretar los botones de una guitarra insonora, para sentir que el rock adorna mi ordinaria apariencia.

Y sin pensarlo ni darme cuenta, tengo objetivos claros, que van transformándose al seguir fielmente una historia prediseñada. Los límites de la libertad están bien delineados por la electricidad que corre al interior de una consola, y pienso que la vida no suele ser tan distinta, si es que se cree en el destino.

Por eso los videojuegos, como certeza del futuro, pueden librarme un poco de la incertidumbre de la contingencia, porque creo firmemente que destino no hay.


miércoles, 6 de octubre de 2010

Insomnio común

Incluso había comenzado a inventar palabras. Estaba imaginando a un señor que, sentado en una banqueta, saboreaba una dona de chocolate, y esa idea la llevó automáticamente a pensar en la polución del medio ambiente. Eso no tenía relación alguna con el chocolate, o con un señor, quizá indigente, que comía en la calle. Pero aún así continuaba hilando pensamientos aparentemente inconexos que relacionaron la polución con la población, y con el Fondo para la Paz de las Naciones Unidas (¿hay un fondo para la paz de las Naciones Unidas?). La nueva palabra había salido de una cadena de incoherencias, que solían surgir en el estrecho límite entre el sueño y la vigilia. Es ese momento en que el subconsciente comienza a hacer su grandioso acto de aparición, grandioso, porque es un anhelo constante lograr que se difumine la lucidez para dar paso al sueño. El cuerpo se vuelve liviano automáticamente, la respiración profunda, y cada exhalación dura un poco más que de costumbre. Es en ese justo instante en donde los sonidos del ambiente, si es que los hay, se sumergen en los pensamientos más recónditos, confundiéndose con un soliloquio interno en el que la coherencia no tiene cabida. Y es ahí justamente cuando, con la mínima consciencia de que el estado onírico está por llegar, la mente divaga, y recuerda un día quizá tranquilo, quizá agitado, en el que los mínimos detalles que parecían ser irrelevantes, pueden ser el centro de una trama complejísima de acontecimientos físicamente imposibles. Así comenzaba el final del insomnio. Ya faltaba sólo un poco para que la mente que cavilaba sobre preocupaciones y sentimientos inconclusos, se ocupara de sus habituales incoherencias nocturnas. Pero un ruido hizo un estrépito en el ambiente, y el proceso anhelado de sueño fue interrumpido para dar pie a un nuevo estado de vigilia o lucidez muy intenso. Y fue entonces que despertó del ligerísimo estado noctámbulo, que tanto esfuerzo le había costado alcanzar, para comenzar de nuevo a maquinar sin control un montón de ideas que rondaban en aquél momento su cabeza. No había problema alguno con mantenerse despierta. No era la primera vez que no podía conciliar el sueño, pero esta ocasión pasaba algo distinto, algo un poco más incómodo que de costumbre. La palabra que estaba pensando en el momento justo en que el estrépito la despertara fue "karma". Y pensó en lo estúpido de su significado. Se supone que hay una especie de ley universal en la que todos los actos de un ser humano tienen consecuencias proporcionales. Y eso se coloca en el campo de la ética, porque lo malo trae cosas malas mientras lo bueno trae cosas buenas (no hay cosa más burda). Y es una idea completamente absurda, que borra la contingencia y el azar, y lleva a los actos humanos a una especie de "sala de espera" del tiempo, en donde aguardan hasta que obtienen su predecibe consecuencia. Pero el mundo no funciona así, seguía pensando en lo absurdo del término, los seres humanos pueden tomar decisiones en momentos coyunturales, relevantes o no (eso no importa), y eso trae de inmediato una respuesta. Incluso quedarse estático trae sus consecuencias, y éstas no tienen una relación con los valores. Simplemente suceden, y ya. Las consecuencias son, en cierta medida, impredecibles, y no están sujetas a una especie de vigilancia ultraterrena que todo lo sabe, porque en el campo de valores, como en todo, no hay nada absoluto. Y lo bueno o lo malo depende, depende... Y se daba cuenta de que la disertación nocturna aparecía juzgable, como todo, en un lugar sin certezas. Y la perorata de siempre había aparecido. No, no sé. Que los actos humanos deben ser responsables, simplemente por una carga moral autoimpuesta, y no por el temor a un castigo del "destino", que llegará como un adelanto del juzgado que espera a los seres humanos tras la muerte, pensarían los que aún creen en dios, o dioses, o diosa, o diosas (eso es lo de menos). Pero ella hace mucho tiempo que dejó eso atrás, y simplemente estaba sin vigilancia interna ni externa y en busca de lo que podría regir de forma ética su existencia. Y la idea del castigo, desde la abolición mental del infierno, había perdido todo el sentido, como un montón de cosas. Pero sabía también que no hay nada inmutable, y por eso, supo de inmediato que quizá, algún día podía volver a creer en el castigo. Pero sabía también, que eso era prácticamente imposible, porque no le daba la gana, y ya. No había respuesta más avasallante que esa, que el "no me da la gana" que destruye cualquier razón poderosa. Y la pensaba, constantemente, desde que en algún manifiesto político, escuchó que la primera razón para justificar la postura asumida ellas decían: "porque nos da la gana". ¿Cómo podría alguien rebatir esa razón, en un mundo abierto a casi todas las posibilidades, y si castigos ni "karmas"?

jueves, 23 de septiembre de 2010

La niña sinnombre

Era de noche. En la ventana se traslucía un leve replandor azulado, de abajo hacia arriba, que me hizo pensar un breve instante que la Luna se había caído de las alturas. Y estaba sola, en el cuarto casi vacío que ahora alberga mis sueños, afortunados, cuando puedo dormir sin dificultad. Mis únicas pertenencias: una cama, un escritorio, mis plantas y uno que otro objeto de higiene personal.

Me cambié, me fui de casa, huí del terruño, dejé mi hogar, me emancipé: me volví la niña sinnombre. Hoy, hace ya poco más de una semana, estoy viviendo en un departamento compartido con unos amigos, en una colonia porfiriana del D.F. cuyas oscuras calles me rodean cada noche. El lugar tiene su mala fama, ganada a pulso a través de los años gracias a la decadencia natural de un proyecto urbanizador añejo, que terminó siendo absorbido por una ciudad crecida caóticamente.

Los antiguos edificios que en algún momento eran la señal palpable del orden y el progreso, se han ido deteriorando naturalmente, por lo que sus inquilinos han pasado a ser gentes como yo: fuereños y fuereñas de bajo presupuesto. Por eso la inseguridad es común en este lugar tan representativo de una urbe que, en algún momento, creció tan desaforadamente que no pudo contener a tantos mortales sin que éstos enloquecieran un poco de olvido, natural o heredado, del significado de la palabra “comunidad”.

Antes de vivir aquí había experimentado una sola mudanza. Tenía tres años, y el recuerdo que conservo de ese día es el de un camión lleno de cosas, y una madre con lágrimas en los ojos. Yo no tenía conciencia en absoluto de lo que significaba cambiarme de casa, por lo que aquél llanto fue para mí simplemente un detalle curioso que, ahora que lo pienso, al paso de los años se habría borrado si hubiera sido totalmente irrelevante.

Estábamos iniciando un proyecto de vida llamado “familia núclear”, en una Unidad Habitacional construída en las periferias expresamente con ese objetivo. Y eran realmente las periferias porque estábamos del lado externo al Anillo Periférico, avenida que pretendía rodear la ciudad. En aquéllos tiempos habitábamos la metrópoli, que ahora es más bien una zona bien metida en el corazón del D.F. Recuerdo bien que desde el primer día que llegué ahí encontré compañía, porque al igual que la mía, las familias que llegaron a la nueva Unidad estaban compuestas por padres jóvenes con hijos pequeños, como yo. Por eso rápidamente encontré a quien sería mi mejor amiga durante prácticamente toda mi niñez, hasta el día en que, en sexto de primaria, no  quise compartir con ella mi sandwich y dejó de hablarme, hasta la fecha.

Mis vecinxs fueron al mismo tiempo mis compañerxs de juegos, de escuela, de juergas, y hasta de romances. En mi barrio pasé más de veinte años de mi vida, entre la contaminación de la delegación más grande y habitada de la ciudad, y el oxígeno proveniente de la única delegación que conserva un lago en sus entrañas. Ahí crecí, punto.

Y me sorprendo de mi propio desarraigo, al pensar que cambiarme abruptamente de casa no me provocó lo que a mi madre en aquella mudanza. No sentí el vértigo de haber dejado atrás la comodidad y tranquilidad de la casa familiar, no sentí la nostalgia de ver muy poco a mis amigxs, no tuve temor por lo que me esperaba, no sentí que me estuviera desprendiendo de un pasado que me marcó, y no lloré.

Sin embargo (siempre hay un sin embargo), el día de hoy, al visitar mi antiguo terruño, vi cuán avanzada está la construcción de la línea doce del metro y sentí una especie de nudo en el estómago, como si repentinamente me diera cuenta de que la próxima vez que vuelva las cosas van a estar tan cambiadas que no las voy a reconocer. Y eso me aterró.

Pienso que después de todo, las transformaciones constantes en la ciudad, son las que nos han hecho perder el sentido de pertenencia a un paisaje que siempre es difícil de reconocer. Los referentes que me acercan al arraigo se me escapan de los ojos en el lugar que por antonomasia está cambiando todo el tiempo, en donde la naturaleza hace su aparición sólo como un elemento decorativo, y donde el espacio público, supuestamente de todos, realmente no le petenece a nadie.

Y así me explico mi ausencia de nostalgia al moverme de sitio. Finalmente sigo en la misma dinámica citadina de compañías solitarias, pero ahora a unos cuantos kilómetros del lugar en que crecí.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Técnicas de venta

Hola amiga! Perdón si te interrumpo, pero te ves buena onda. Es que a veces hay chavas bien mamonas que nada más se les acerca uno, y luego luego te dicen que no tienen tiempo o te ven así, de arribabajo, y dan ganas de golpearlas. Pero me contengo, no te preocupes, uno no puede andar por la vida así, golpeando al primero que lo ve feo. Se ve que tú no eres de esas, por eso permíteme unos minutitos para que te explique algo.

Es que ya ves que muchos andamos sin trabajo, por la pinche crisis , esa quesque ya se acabó, pero por más que el gobierno dice que se crearon no sé cuantos empleos, pues uno nomás no consigue nada, verdad? Por eso me veo en la necesidad de salir a la calle para andar ofreciendo esto, mira sin compromiso eeh. Es más si quieres sácalo de su empaque para que lo veas bien y mientras te voy explicando.

No sé si has oído hablar del bicentenario. Sí? Ah, pues si verdad, con tanta publicidad que le hacen en todos lados quién no lo conoce. Esto que te traigo es la última novedad del bicentenario. Fíijate, si lo abres de este segurito, click!, trae ahí adentro algo. Orale amiga, te tocó una uña! Sí, esa mera. Bueno, si te fijas bien no está completa, porque las uñas no es fácil encontrarlas completas, y menos después de 200 años.

Fíjate amiga, tienes suerte, porque esa uña está con su barniz rojo, o sea que te salió la de la corregidora, Doña Josefa. En serio mira, a un lado de la uña hay una carta escrita con letras recortadas de periódicos y revistas, ya sabes, porque la Pepita no sabía escribir, que porque nomás leía. Ya ves que no les enseñaban a escribir a las mujeres. Bueno eso dicen.

Te digo que andas de suerte chica! Porque te tocó una reliquia de las raras. Es que mira, hay diferentes cajitas. Todas vienen adornadas con su bandera de México de un lado, y la imagen de la virgencita del otro, pero lo que te salga adentro de la cajita es sorpresa. Ándale, así como la cajita feliz! El otro día le vendí una a un chavo aquí, justo frente al Palacio Nacional, en la que le tocó un mechón de pelos del bigote de Zapata. Lo supimos porque estaban recios recios, así negrotes y traía además una espuela de esas de montar y venían envueltos en una hoja de tamal. Es que hasta para este trabajo uno tiene que saber eeh, no te creas, porque lo de la hoja de tamal no cualquiera sabe qué significa. Como El miliano Zapata peleó por que los campesinos tuvieran donde sembrar, por eso cuando a él lo mataron le pusieron en su tumba unas hojas de maíz, que era lo que la gente le agradecía, que hubiera peleado por la tierra para sembrarlo.

Pero te digo, que por eso además de la reliquia que te vengo ofreciendo, la caja de por sí ya es una cosa de valor. Imagínate que dentro de 20 o 30 años, cuando ya hayan pasado muchos años del bicentenario, tú puedes tener esta caja que es de colección. Porque mira, voltéala y ve que en la parte de abajo tiene un número, sí ahí al lado de donde dice madeinchina.

Pues es porque, para empezar, los que se pusieron a juntar tanta reliquia quieren que quede garantizado que son verdaderas, y con ese número los que la compran pueden saber que es genuina. Así mira, esa que tú tienes de la corregidora, es la 100-228.

Pero no creas que a fuerzas te tienes que quedar con esa, porque aquí traigo varias cajas más, y por si quieres la de algún héroe en especial, pues la buscamos. El otro día aquí enfrente de estos edificios del Gobierno del Distrito Federal, un chavo andaba necio con que quería ver si salía la de Ricardo Flores Magón. Yo le decía que esa no la había visto, y nos pusimos a buscarla. Él decía que de seguro iba a traer sus lentes redondos, pero aunque al final no encontramos esa, sacamos varias de Pancho Villa, y se quedó con una de él, y me dijo que aunque el Centauro del Norte no era anarquista, era lo más cercano a una persona que no respeta la ley.

Y te digo que la que a ti te salió es de las raras. Porque ya ves que casi no había mujeres que en esos tiempos anduvieran en la independencia, al contrario de la revolución, en donde si había más mujeres que andaban metidas en la bola. Aunque la mayoría eran puras Juanas que nadie sabe ni como se llamaban, ni hicieron muchas cosas más que tortillas y pozole sin carne. Pero ahorita que me acuerdo el otro día salió una caja que traía un cacho de rebozo y un pedazo de trenza, y supimos que era de la primera china poblana porque traía en la parte de abajo una imagen en la que se veían mujeres orientales con una mexicana, que por juntarse con ellas le decían la china.
reinacentenario
Te digo que con esto del bicentenario uno sí tiene de donde escoger. Mira por ejemplo, el otro día me encontré a una señora de esas que se ven bien popof de la jai, y ella solita se me acercó preguntando si tenía alguna caja de Francisco I. Madero. Me dijo que nos apuráramos a encontrarla porque ya casi iba a ser misa, y ella iba a la Catedral. Y nos pusimos a buscar, y al final estaba indecisa si llevarse la de Madero o una que encontramos de Vasconcelos, porque te digo que variedad sí hay en las cajitas del bicentenario. La de Madero traía un pedazo ensangrentado de la banda presidencial, ya ves que al pobre lo encerraron en su oficina y no lo dejaron salir hasta que al final lo mataron como perro. Bueno, pues a la señora también le llamó la atención la reliquia de Vasconcelos quesque porque fue el que le dio educación al pueblo. Yo no sé la verdad si eso sea cierto, pero así la señora se emocionó cuando vio que adentro de su caja decía que somos la raza de bronce, y yo no sé por qué, si esa señora era güera.

Te digo que si te interesa otro personaje podemos buscarlo. A ver dime como cual personaje te gustaría que saliera.

Uuuy, no amiga, de Sor Juana no creo que venga eeh.

Bueno, si no te interesa, no te preocupes. Hasta nosotros sabemos quien mas o menos valora estas cosas, y quien no.

jueves, 26 de agosto de 2010

De bailes irregulares.

Parecía fácil, pero sus largas piernas abrían mucho su compás o tropezaban constantemente consigo mismas. Bailar, moverse al ritmo de una canción guapachosa parecía estar en su sangre. Al escuchar los acordes de las tumbas y la trompeta latina, sus dedos dibujaban en el viento un pentagrama imaginario, pero sus pies no respondían igual. Ellos se negaban a congeniar con sus otras extremidades, y seguían un camino sinuoso de zigzags irregulares.

Intentó con diversos ritmos, como la salsa, la cumbia, el tango y hasta el rockabily. Pero el baile en pareja parecía estar vedado para su individualidad arrítmica, que se movía de forma autónoma a una corporeidad ajena. Y lo intentaba, pero los pisotones constantes, la ausencia de cadencia y de coordinación, le hacían ver que el baile en pareja era muy complicado, que parecía más sencillo moverse sola al unísono de esas canciones cuyo ritmo es impredecible y no requiere más que movimientos azarosos.

Pero había dado un paso grande al atreverse a mover su cuerpo en un vaivén desaforado, y aún con las limitaciones provocadas por prejuicios antaños que calificaban al baile como una cosa sin sentido, se atrevió a despojarse de los atabismos más absurdos para soltar el cuerpo y prender la mecha.

martes, 10 de agosto de 2010

El hiatus

Se cumplió ya un año desde que salí de la universidad, y ahora recuerdo que alguna vez un compañero que ya había acabado la carrera me decía que a él le había pasado que, tras finalizar su vida escolar,  le vino un periodo de “nada”, de preguntarse ¿y ahora qué? como si no encontrara su lugar. Y lo comprendo bien, porque es como ser arrojado al mundo repentinamente, casi como aborto de la educación, hacia un mundo que puede ser muy hostil.

Hace algunos días platicaba con mis amigas acerca de esto. Algunas trabajan, otras siguen estudiando, y yo no hago formalmente ninguna de las dos cosas. Les decía que me sentía como arrojada a un precipicio después de haber acabado la carrera. Si bien me encuentro en una situación privilegiada porque tengo ingresos suficientes para sobrevivir, que además me llegan por hacerle a la historiada, el hecho de tener tiempo libre pa’ventar pa’rriba me hace sentir un poco “desubicada” (no en el sentido que le daría mi abuelita, de hacer estupideces tipo adolescente de secu), porque tanta libertad a veces me agobia un poco.

Sin embargo, este año ha sido muy enriquecedor. He conocido personas muy interesantes, y esa misma libertad que a veces se me pone en frente gritándome el desamparo, me hincha de felicidad el pecho. Lo malo que ya está a punto de terminar esta etapa. Y aunque me cagan esas frases prediseñadas que hablan de “cerrar ciclos”, no puedo evitar pensar que en el futuro voy a recordar el año que acaba de pasar con mucha nostalgia.

Casi cumplo 25 años, y aunque las fechas no son más que una invención arbitraria para medir el paso del tiempo, este año en realidad me ha dejado muchas cosas buenas y otras no tanto. Incluso el hecho de que 25 sea un número significativo, por ser justo un cuarto de siglo, me lleva a imaginar que el 22 de agosto ya no voy a ser la misma que el 20, y que mi año de hiatus acabó para comenzar de nuevo quién sabe qué cosa…