miércoles, 31 de octubre de 2012

Hula Hula

Aprendí a bailar con un hula hula, pues mi horizonte se ha extendido. Me explico.

Hace apenas unos tres años desdeñaba todo aquello que, desde mi limitadísima perspectiva, me parecía irracional. Así, practicar cualquier baile era impensable en mi cuadradísimo esquema pequeño y prejuicioso. Sin embargo, una noche pasó algo mágico: animada por el enervante efecto del alcohol, bailé y bailé hasta sudar.

Recuerdo perfectamente aquél acontecimiento: llevaba una playera de rayas negras y blancas, jeans, zapatitos negros y mi saco verde; así fui a hacer la “visita de las siete casas” por diferentes antros del centro. La última parada: el UTA, antro “darks” de la calle Donceles, donde ponen siempre los mismos hits ochenteros y noventeros, únicos capaces de crear comunidad en el “público juvenil”. Yo, sobra decirlo, ya estaba un tanto bebida –leve, leve-, la música me prendía y todo parecía perfecto. Así que sólo me dediqué a sentir, y me dejé llevar hasta que mi cuerpo se aflojó. Dejé de pensar, y sólo bailé.

De ahí en adelante la bola de prejuicios se me fueron desdibujando y pude sentir mejor, sin pensar tanto, hasta el más mínimo detalle como solía hacer. Bailar se volvió cotidiano en un extremo incluso ridículo: además de bailar en las fiestas y espacios socialmente aceptables, suelo bailar todo el tiempo en soledad incluso complicadas coreografías que me saco de la manga y me imagino que son ballet. Como sea, solía aplicar el azar en el baile, así nomás y moverme sin un orden preestablecido o una cadencia especial. Pero entonces, llegué al baile en pareja con música guapachosa.

Es bien fácil bailar salsas y cumbias siendo mujer, pues es el varón quien lleva totalmente el ritmo. Y yo, por lo tanto, me dejo llevar, aunque tratando de no arruinarlo todo. Aunque no siempre lo logro, disfruto mucho incluso pisar a mi pareja, reír y decir que tengo dos pies izquierdos. La cadencia es necesaria, y quizá si no tuviera el antecedente de estos incipientes intentos cumbiamberos y salseros jamás habría podido bailar con mi hula hula, pues de la misma forma necesito cierto ritmo un poco pensado, no como antes que nada más bailaba abanderado la anarquía.

Me lo pongo en la cintura y el aro es quien me dirige a mi, porque yo simplemente lo jaloneo con mi centro de gravedad. Y así me va llevando, me va llevando, de la misma forma que mi pareja de baile lleva la rienda de los movimientos de mi cuerpo enterito. Por eso soy más suave y más feliz desde que decidí bailar con pareja y con hula hula.

Karla3

sábado, 27 de octubre de 2012

Un chicle en el sillón

Cada mañana mi perro me despierta con movimientos leves que aumentan hasta que, literalmente, brinca encima de mi. Si no atiendo sus exigencias con premura, su esfínter se apodera de todo su cuerpo y llora, rasca y pide a su manera que ya lo saque, pues como buen ser urbano domesticado salvajemente por la más brutal animalidad humana, aprendió a porrazos [que, aclaro, yo jamás le propiné pues lo adopté así de ‘educado’] que no debe mear ni cagar dentro de la casa. Ese, señores, es mi despertador ecológico, preciso y orgánico.

Esta fue una mañana cualquiera en la cual mi hermoso perro me despertó con sendos chillidos para que lo llevara a dejar su rastro en la banqueta. Y yo, como cada fin de semana, iba arrastrando los pies lagaña en ojo y con una bolsa de plástico en la mano dispuesta a volver cuanto antes a mi cama, cuando justo en la entrada de mi vecindario me encontré con la adorable vecina que estaba literalmente hasta las manitas, para decirlo con claridad. Pretendía hacerme la invisible para cumplir mi objetivo inmediato de regresar a jetear un rato más pero apenas me vio, la vecina, que portaba oronda una camisa morada parecida a un camisón, me comenzó a hablar.

-Hermosa, ¿cómo estás? Quédate un rato, ¿no quieres? – dijo, mientras me ofrecía con gran amabilidad un vaso con refresco y Rancho Viejo, mismo que me habría bebido sin pudor de no ser porque eran las 8 de la mañana y mi cultura etílica por el momento no es tan extensa.

-No, muchas gracias, es que ando todavía medio dormida- dije. Y me presentó a su hijo, un flamante ingeniero cuarentón que sabía recitar poesía.

Sobra decir que en la entrada del vecindario no había música, y que amenizaban su mañanera juerga con más sofisticados mecanismos.

Poesía, sí.

-¡Recítale la del chicle!- dijo uno de los madrugadores presentes.

Y no sin hacerse un poco del rogar, el hijo de la vecina comenzó a recitarme la del chicle, poesía que hizo llorar a su madre, mientras yo discretamente retrocedía un poquito buscando desafanarme de alguna forma de una peda que no era mi peda. Mientras, mi perro olía los árboles cercanos y andaba con la nariz  pegada al suelo y yo bostezaba con discreción para no ofender a los presentes.

“La poesía del chicle” [recreación]

Un chicle en el sillón/extrañarás cuando esté ausente/pues tu hijo ya creció/y vuela libre ya sin verte/Tienes lágrimas en los ojos/de haberlo visto salir/y añoras revivir los años/en que estaba junto a ti/No llores madre mía/ya no hay chicle en el sillón/pero tienes la alegría/de los nietos que dios te dio.

La entonación del ingeniero poeta era perfecta, y de no ser por los tambaleos constantes, la escupidera inconsciente y el vaso que derramaba su contenido ante el manoteo, la declamación podría estar en un video de youtube y recibir miles de visitas de personas que gustan de la poesía, buscan una estética peculiar en sus reflexiones y tienen los valores tradicionales y ejemplares dignos de Paco Stanley.

Yo me quedé un rato más y aplaudía contenta ante cada nuevo poema, y aunque me declaro muy poco hábil para conversar con personas ebrias mientras yo no lo estoy, creo que fui una buena escucha aquella vez que la fiesta de mis vecinos extendió sus brazos hasta las horas mañaneras en que mi precioso y cagón perro salió a dejar huella en la calle.

jueves, 25 de octubre de 2012

Sé feliz.


¿No entiendes tú que debes reír? Es más sano y mejor que sobrelleves cualquier pesar expulsándolo de tu cuerpo a carcajadas, que permitir que un sentimiento negativo te carcoma las entrañas. Por eso ríete de ti misma y de tu propia desgracia, para minimizar tus pesares y así poder contrastarlos con otros. Eso hará que todo aquello que parecía una angustia arrolladora, se desvanezca en el cajón de la irrelevancia.

Si algo te molesta, piensa en lo absurdo e incontrolable que resulta ese mismo hecho desgraciado llevado hacia un extremo insospechado, y recuerda siempre que un ceño fruncido se convierte en una ridícula expresión omnipresente. Verás que la tristeza no se acaba al instante, pero al menos no inquietarás a las sacrosantas conciencias sociales del optimismo.

Sólo así no desentonarás con el ambiente de funcionalidad y practicidad tecnócratas. Encajarás en el discurso público que no mira lo que no se dice, y finge que nada pasa. Sonreirás y podrás parecerte a las felices y perfectas personas de los anuncios espectaculares de cremas faciales, paletas heladas y cremas dentales. Serás feliz y desenfadada, justo como se ve mejor en este mundo donde lo superficial es liso, frío y brillante.

No te preocupes, nadie notará que por dentro eres rugosa, caliente y opaca.